Columna publicada el domingo 26 de junio de 2022 por El Mercurio.

La Corte Suprema de los Estados Unidos decidió revocar el fallo Roe vs. Wade, que había establecido en 1973 un derecho constitucional al aborto. La decisión es histórica; y, como era de esperar, ha producido escándalo en la opinión ilustrada. Según ella, estaríamos frente a un inaceptable retroceso y un atentado a los derechos de las mujeres. El propio Presidente Biden afirmó que se fue un momento triste; y, para no ser menos, la ministra Orellana —¡comentando fallos judiciales de países extranjeros!— habló de un “día horrible para los EEUU”, recordando que “siempre hay riesgo de retroceder”.

En estas lamentaciones hay un concepto que se repite, y sobre el que vale la pena detenerse un instante: el supuesto “retroceso”. Para evaluar un fenómeno de esa manera, resulta indispensable contar con un criterio. En este caso, el criterio empleado se funda en la siguiente ilusión: la historia sigue una trayectoria necesaria y ascendente. Es la vieja fe propia del progresismo decimonónico que vuelve una y otra vez: caminamos hacia algo mejor, en el horizonte hay un futuro esplendoroso, y todo aquello que lo contrarie es identificado como el mal —casi diría, con el mal absoluto—. Nadie tiene derecho a husmear dentro de aquello que hemos tirado en los basureros de la historia.

Esta categoría intelectual domina buena parte de nuestros debates, y eso incluye nuestro lenguaje cotidiano: aquello que es visto como viejo o arcaico debe ser descartado sin mayor discusión (de allí también la pasión contemporánea por todo aquello que huela a innovación). La dificultad estriba en que dicha fe no tiene respaldo alguno en la realidad. Por de pronto, no existe nada parecido al progreso unívoco: éste siempre conlleva ambigüedades, oscuridades y desilusiones. Lo que se gana por un lado puede perderse por otro. En virtud de lo anterior, al progresista le cuesta comprender el movimiento del mundo porque intenta aplicarle a ese movimiento un esquema prefabricado, que no siempre calza con los hechos. Cuando eso ocurre, el progresista sólo atina a vociferar con indignación, y se apura en dar pruebas de su bondad y de su pureza moral. Con todo, hay algo que nunca hace: intentar comprender. O, dicho de otro modo, intentar percibir la verdad que puede haber en el argumento contrario, porque eso implicaría cuestionar su fe.

Por lo demás, esa indignación suele adoptar una forma muy curiosa, por cuanto busca negar toda legitimidad a la disidencia: sólo hay una opinión posible. El progresista está tan convencido de su causa que no concibe que alguien pueda, de buena fe, discrepar. Si la historia ha dictado sentencia, nuestro juicio debe plegarse a la nueva deidad. Como decía Rimbaud, hay que ser absolutamente modernos, siempre y en todo lugar.

No hay otro modo de comprender la reacción en cadena de muchos partidarios del aborto, pues el fallo no prohíbe la interrupción del embarazo, sino que sólo deja esa decisión en manos de cada Estado. ¿Qué tiene de raro que una corte de un régimen federal afirme que ciertas materias disputadas deban ser resueltas democráticamente por cada miembro de la Unión? ¿Por qué tanto temor a la “agencia política del pueblo”? En rigor, el progresista es mucho más progresista que demócrata: aspira a que sus convicciones queden sustraídas del debate democrático y de la regla de mayoría. El sentido de la historia prevalece frente al demos.

Aquí reside, me parece, el núcleo de la molestia. Esta decisión judicial viene a recordarnos algo difícil de aceptar para quien cree en la carga positiva de la historia: hay ciertas discusiones que el tiempo no subsana. Hay algunos desacuerdos que atraviesan estructuralmente las sociedades, y no cabe esperar que vayan a desaparecer. Dicho de otro modo, la discrepancia en cuestiones fundamentales forma parte de la condición humana, y ningún fallo judicial alcanzará a producir la anhelada armonía. Si esto es plausible, nadie tiene el privilegio de estar “del lado correcto de la historia”, porque eso no existe: hay, simplemente, dos (o más) posturas en disputa.

Otro modo de explicar este problema guarda relación con la insuficiencia del lenguaje de los derechos. Al tratar el aborto desde esa óptica, reducimos el debate al problema de la autonomía, sin advertir que es precisamente el punto en discusión: ¿puede nuestra autonomía afectar la vida de un tercero? ¿Qué protección merece el niño que está por nacer? ¿En qué medida el lenguaje atomista de los derechos individuales nos permite comprender el surgimiento de la vida? ¿No necesitaremos de otros instrumentos conceptuales para comprender el origen de lo humano? O, para emplear la expresión de Habermas, ¿entendemos mejor lo que ocurre allí si la discusión se reduce a arrojarnos unos a otros los derechos como si fueran piedras? En el fondo, el lenguaje de los derechos oculta la dimensión trágica que hay en el aborto (dicho sea de paso, el progreso tampoco convive bien con la tragedia).

Milan Kundera caracteriza el deseo de “ser absolutamente moderno” como un imperativo irracional. Quizás hay, en esa idea, una clave del clima que suele rodear el tema (nuestra Convención, sin ir más lejos, decidió excluir del pacto constitucional a todos quienes somos contrarios al aborto). En otras palabras, y con independencia de nuestra opinión final, la idea de progreso impide entender lo que se juega en el aborto. Si se quiere, allí reside el punto ciego.