Columna publicada el viernes 20 de mayo de 2022 por El Mercurio

El primer borrador del texto constitucional está listo y, con ello, arranca también la campaña para el plebiscito de salida. Los defensores de la propuesta saben bien que esto abre una oportunidad idónea para revertir los preocupantes indicadores de las últimas semanas, que vienen mostrando un progresivo aumento de la inclinación al rechazo. Si los recelos ciudadanos se explican fundamentalmente por la performance de los convencionales, la apuesta es que el término del funcionamiento de las comisiones y las votaciones en el pleno ayude al fin a contenerlos. La conclusión de los partidarios del borrador, entonces, parece ser clara: es momento de pasar a la ofensiva. 

Es por eso que hemos visto estos días el despliegue comunicacional de políticos e intelectuales intentando sistematizar los argumentos a favor de la propuesta. Y más allá de generalidades respecto del contenido, su defensa se ha centrado en cuestiones más bien externas al documento mismo. Se trata del reconocimiento tácito de las debilidades de un texto en el que no conviene poner todas las fichas para asegurar el triunfo. Así, las razones principales han ido por otro lado: lo inédito del proceso, su origen democrático, la composición de la Convención y el haber sido la única respuesta a la profunda y violenta crisis de octubre de 2019. La última es quizás la razón más persuasiva. Porque es efectivo que el acuerdo del 15 de noviembre fue el canal que permitió en ese momento contener un conflicto que sigue latente, y del cual el proceso constituyente es apenas uno de los muchos recursos necesarios para resolverlo. Ante ello, quienes esgrimen este argumento advierten que, de no aprobarse el texto, la crisis volvería a estallar. Se trata de la versión análoga a las campañas del terror que supuestamente eran patrimonio exclusivo de los detractores de este proceso: aprobamos o viene el caos. 

Podrá entonces no ser este el mejor texto, pero pareciera que debiéramos conformarnos porque la alternativa –un nuevo estallido– es un riesgo demasiado grande. Sobre todo si se asume, como muchos han señalado, que los defensores del statu quo, una vez ganado el rechazo, no estarán dispuestos a perseverar en el cambio constitucional (aunque habría que reconocer que hasta personeros de la UDI han salido afirmando lo contrario). Tenemos así delante una suerte de mal menor, austera aspiración que calza poco con los grandilocuentes discursos de muchos convencionales. Ellos, como las propuestas de la comisión de preámbulo revelan, auguran en cambio el advenimiento definitivo de un Chile digno. 

Ahora bien, los problemas de este argumento son más profundos, y tienen que ver con el determinismo en el que descansa su hipótesis. Por momentos, pareciera que el proceso constituyente tal y como se estableció se entendiera como algo necesario e inevitable, a lo que estábamos destinados de forma irremediable. No hay otra premisa detrás de la apelación al caos. Pero esta idea olvida un principio fundamental de la política: la contingencia de los procesos, lo que lleva a reconocer que el nuestro fue un camino posible entre muchos otros. Uno que hizo sentido y que la ciudadanía confirmó en el plebiscito de entrada, pero si no logra convocar a una mayoría contundente en la salida, significa que la propuesta no bastó. Y en ese caso habrá que buscar un nuevo camino. En eso consiste el carácter insustituible de la política.

A fin de cuentas, la defensa de la propuesta de nueva constitución parece olvidar que la gente buscaba algo más que un proceso democrático, y que por esa misma razón apoyó el camino que le ofreció la clase política: se trataba de la posibilidad de fijar nuevas reglas que nos permitan vivir mejor. En ese plano debería jugarse la defensa de este texto (y también su crítica): en mostrar por qué se abre aquí un horizonte para cumplir esa profunda añoranza ciudadana. Y esa es una discusión concreta: ¿la plurinacionalidad ayudará a fortalecer el Estado y contener el conflicto en La Araucanía o arriesga profundizarlo? ¿Las autonomías regionales permitirán el empoderamiento local o instalarán nuevas oligarquías? ¿Tendremos un sistema político más representativo y eficaz o bien hemos introducido mayor fragmentación e inestabilidad en él? Enfrentar este tipo de preguntas es el principal mandato que tiene nuestra política y a él debieran sentirse obligados a responder en primer lugar los defensores de este proceso. Es ese el estándar de la prueba que debe pasar este borrador, y si no convencen a la ciudadanía simplemente tendrán que buscar un nuevo camino. La política, como una función teatral, siempre debe continuar.