Columna publicada el martes 31 de mayo de 2022 por The Clinic.

Preocupado por el crecimiento de la opción “rechazo”, el gobierno encargó hace algunas semanas su propio estudio sobre el próximo plebiscito. Lejos de disipar sus dudas, el estudio en cuestión terminó por confirmarlas. Encontraron, sin embargo, una esperanza a la cual aferrarse, y desde entonces esa esperanza se ha difundido en múltiples círculos: a contar del 4 de julio los convencionales desaparecerían de la escena, y con ellos se irían también los escándalos que dañaron el proceso. Escondidos por dos meses, los convencionales dejarían de perjudicar su propia causa. La ciudadanía, hasta entonces desinformada, podría en la recta final reencantarse al ver el texto. 

Aterrizar en el texto efectivamente es la gran tarea del momento. No está nada de claro, sin embargo, que proceso y resultado se puedan separar de modo tan sencillo. Por lo pronto, porque si bien el desengaño se había iniciado por distintos vicios en el actuar de los convencionales, este desencanto se agudizó una vez que empezaron a emerger resultados de las comisiones: la opción del rechazo pasó a encabezar las encuestas entre febrero y marzo, precisamente cuando se hizo pública la discusión de contenidos. Pero sean cuales fueren las causas del desencantamiento, puede ser iluminador observar el proceso y el resultado en su unidad.

Esa unidad puede ilustrarse de múltiples modos, pero queda retratada de cuerpo entero si consideramos el hundimiento de la Convención en la política identitaria. De entre muchos ejemplos, tal vez nada la retrate tan bien como unas declaraciones de Daniel Stingo hacia el comienzo del proceso. Según afirmara el convencional, se le debe respeto a las minorías sociales, étnicas o sexuales, pero no a las minorías políticas. Esta mirada, manifiesta en tantos otros hechos y declaraciones, explica buena parte del fracaso del diálogo político dentro de la Convención. Pero ella también refleja la incapacidad de los convencionales para oír las críticas que venían desde la ciudadanía, y que podrían haberlos sacado de su cámara de eco. Después de todo, levantar un muro a la crítica es una de las primeras consecuencias de la política identitaria.

Pero esa política marcó no solo el proceso, sino también el resultado. Quien abre el borrador de Constitución se encuentra con ella desde literalmente la primera página. Ahí está, por ejemplo, la comprensión de la democracia de un modo anclado en el corporativismo identitario, con el Estado encargado de adoptar “medidas para la representación de diversidades y disidencias de género”. De modo más marcado aún, este es el lente decisivo cuando el texto habla sobre los pueblos originarios. Lejos de estar ante un intento por reconocer su cultura y establecer medidas para su preservación, la Constitución está atravesada por una rígida comprensión de la identidad étnica, a la cual se busca dar representación garantizada en cada nivel de la organización del país. ¿Podemos formarnos una idea de cómo sería el país con tal Constitución? Efectivamente, es cosa de imaginar las lógicas de la Convención ramificándose por todo el Estado.

Pero si esto es así, nos obliga a preguntar por el efecto que los escaños reservados han tenido y pueden tener más allá de la cuestión identitaria. Porque en la Convención dichos escaños no solo se comportaron con una posición uniforme en materia indígena, sino que votaron como uno de los bloques de izquierda más duros y radicales también en las restantes materias. Puede concebirse formas de representación indígena que no afecten la diversidad política del país ni la de las propias comunidades indígenas, pero no es eso lo que tenemos aquí. La mantención de estos escaños –y su expansión a casi toda la administración del Estado– introduce un desequilibrio que puede ser fatal para nuestra democracia.

En efecto, como la mayor parte de la Constitución –incluyendo materias tan delicadas como la Contraloría y el Banco Central– requerirá apenas la mitad de los votos para reformarse, la existencia de estos escaños permitirá que de la mano de ellos la mayoría pueda hacer literalmente lo que quiera. No es solo que la Constitución no sea la casa de todos, sino que podrán llevarse la Constitución para la casa. Y basta mirar algunos ejemplos de normas derrotadas en el pleno para tener una idea de las propuestas que rondan ciertos sectores. Entre los muchos problemas del borrador, hay pocos puntos tan graves como este.

El broche de oro, con todo, lo puso la semana pasada Fernando Atria, con su intento por impedir que la Constitución sea reformada hasta que haya un parlamento que cuente con dichos escaños. Las discusiones técnicas sobre quórums bien pueden marear a la ciudadanía, pero el mismo convencional se encargó de dejar claro el sentido de su propuesta: el Congreso actual (aunque elegido democráticamente) sería “desleal”; el próximo, como ya sabemos, será copia fiel de la Convención. Su posición es perfectamente consistente: para construir un país a imagen y semejanza de la Convención solo se puede confiar en un Congreso de esas mismas características. Ahora queda por ver cuánto entusiasmo despierta tal futuro en la ciudadanía.