Columna escrita por Claudio Alvarado y Daniel Mansuy y publicada el miércoles 18 de mayo de 2022 por El Mercurio.

Uno de los criterios que se han esgrimido para evaluar el borrador de la Convención es su respeto de ciertos estándares democráticos. Aunque algunos lo olvidan con frecuencia, los contenidos importan, y mucho. Por desgracia, los 499 artículos ya aprobados están lejos de cumplir las expectativas en este ámbito.

Un primer problema es la escasa flexibilidad programática del texto. El fenómeno es paradójico: una de las principales justificaciones del cambio constitucional era favorecer el debate político y la expresión de mayorías legislativas. Sin embargo, los mismos sectores que durante años criticaron las “trampas” y reivindicaron la “agencia política del pueblo”, ahora plantean un texto rígido en los contenidos, que cierra espacios al libre juego democrático. Esto ocurre por varias vías. En algunos casos, hay trabas que otorgan un poder desmedido a ciertos grupos de presión, como la consulta indígena obligatoria para múltiples materias. En otros, se instalan opciones excluyentes de política pública, ignorando el disenso social (basta recordar el tratamiento que se le da al aborto, donde incluso se rechazó la objeción de conciencia individual).

A todo esto se suma un singular procedimiento de reforma, en apariencia demasiado laxo (mayoría simple para muchos tópicos), pero que en asuntos “sustanciales” exige como regla general un referéndum ratificatorio. La situación es curiosa, porque en varias materias la Constitución no tiene mayor valor que la ley simple —el corolario del parlamentarismo de facto—; pero en otras el procedimiento es engorroso, como si ahí, en lo “sustancial”, se quisiera dejar todo amarrado y bien amarrado. Incluso se fijan las condiciones para una eventual asamblea constituyente, como si el futuro solo admitiera poderes constituidos… Ni Jaime Guzmán se atrevió a tanto.

Otro eje relevante remite a la articulación del sistema político: pocas cosas son tan importantes como la separación de poderes y los contrapesos institucionales. Acá existen omisiones significativas respecto del sistema electoral, del cual solo sabemos que sería proporcional. Basta examinar con un mínimo de distancia al Congreso o a la Convención para notar que dicho sistema hoy favorece la fragmentación, lo que atenta contra cualquier atisbo de gobernabilidad. Un vacío análogo se observa respecto de los partidos políticos. Fue tanta la obsesión por igualarlos con los movimientos sociales—idea rechazada a última hora— que jamás estuvo en el horizonte la pregunta por cómo fortalecer a esas instituciones, cruciales para cualquier democracia.

Con todo, lo principal va por otro lado y remite al conjunto. Un buen sistema político debe ser coherente, no fruto de una negociación realizada a oscuras (todavía no hay actas suficientes de la deliberación que condujo a este resultado). Pero la combinación que se propone es inquietante, además de inédita: presidencialismo con reelección y una segunda cámara debilitada —aún no se ofrece un solo argumento de peso que justifique eliminar el Senado bicentenario—, un Congreso de los diputados tan poderoso como fragmentado, y bajo requisito para aprobar leyes. Todo esto es caldo de cultivo para la inestabilidad y los caudillismos de diversa índole.

Por eso preocupa también la profunda alteración del Poder Judicial, el que no solo pierde su estatus como tal, sino que pasa a depender de un Consejo de la Justicia, cuya experiencia en Latinoamérica sugiere altos riesgos de captura política. La Convención, además, se resistió a aceptar una recomendación muy transversal: que dicho Consejo fuera compuesto por una mayoría de jueces. Y esta entidad tendrá a su cargo ni más ni menos que la superintendencia directiva y correccional del Tricel y los tribunales electorales. El hecho solo aumenta la inquietud: el manual de cortapalos del autoritarismo pasa por controlar e instrumentalizar la institucionalidad electoral. Por otro lado, el singular modo de reconocer la justicia indígena, no excluyendo ni siquiera asuntos penales y haciéndola aplicable para toda clase de ciudadanos, deja aún más dudas sobre el futuro de nuestros tribunales.

En suma, nada indica que el borrador sortee con éxito la prueba de los estándares democráticos: si la idea era mejorar respecto del orden institucional vigente, eso definitivamente no se logró. Mal que nos pese, cuando se denigra nuestra herencia republicana como pura opresión o “despojo”, y los 30 años del Chile posdictadura como mera continuidad del régimen autoritario, es muy difícil estar a la altura. Un cambio constitucional en democracia presupone consensos transversales y grados mínimos de humildad, pero la Convención, por desgracia, nunca lo entendió.