Columna publicada el miércoles 4 de mayo de 2022 por CNN Chile.

Se ha vuelto un lugar común en algunos participantes de nuestro debate público sugerir que debemos esperar a que el borrador de la nueva Constitución esté terminado para decidir nuestro voto en el plebiscito del 4 de septiembre. Según ellos, recién en ese momento contaremos con todos los insumos para aprobar o rechazar la propuesta de la Convención. Aunque apuntan a un hecho cierto –el proceso sigue aún en curso y no hay un texto cerrado que evaluar por ahora–, se trata de un argumento limitado por varios motivos. 

Los más de 300 artículos aprobados por la Convención –y que son parte del borrador que se le presentará a la ciudadanía– permiten vislumbrar algunos de los principales rasgos de la eventual nueva institucionalidad. Entre ellos, la plurinacionalidad que atraviesa la gran mayoría de las normas (desde sistemas de justicia diferenciados hasta autonomías territoriales indígenas y consultas vinculantes para los pueblos originarios), la primacía del Estado por sobre la familia y las organizaciones de la sociedad civil (con normas que, como la educación sexual integral, incrustan al aparato estatal en la intimidad de la familia) y la autonomía como valor preponderante en la organización territorial del poder (sin considerar que así puedan estar empoderándose, no los ciudadanos, sino que nuevas y más variadas oligarquías locales). 

Todos estos principios orientadores han predominado en el órgano constitucional desde sus inicios y en muchas ocasiones la Convención, presa de un espíritu refundacional y maximalista, las ha presentado como las únicas salidas para enfrentar los efectivos problemas que atravesamos (y que en parte justificaron el inicio de este proceso). De este modo, Elisa Loncon ha acusado racismo y discriminación cada vez que se plantea un matiz o una interrogante en torno a la plurinacionalidad. Asimismo, otros convencionales han señalado que quienes se oponen al Estado regional están en contra de los territorios, como si hubiera una sola alternativa para descentralizar el poder y siempre fuera la que ellos proponen. 

Son en gran medida estas actitudes las que han ido aumentando la sensación de distancia de muchos con el proceso, creciendo también los indecisos y el número de personas dispuestas a rechazar la propuesta final. No se trata entonces de problemas de comunicación de una actividad demasiado compleja, sino sobre todo de las dinámicas deliberativas que han predominado en la instancia. Para muchos miembros de la Convención el adversario político es ilegítimo, lo que redunda en una limitación progresiva de la posibilidad de diálogo en torno a los principios fundantes del nuevo orden constitucional. En ese marco, ¿cómo no sorprenderse de que quienes piensan distinto, sean de izquierdas o de derechas, se congreguen cada vez más en torno a la alternativa de decir No a la propuesta de la Convención?  

Otro de los grandes errores que ha cometido el órgano constitucional –y que fue advertido desde el comienzo del debate–, ha sido cierta pulsión irrefrenable en algunos por constitucionalizar todos los temas vinculados a sus agendas particulares y dejar fuera aquellos que no responden a ellas. Al mismo tiempo que ciertos convencionales señalan que la inexpropiabilidad de los fondos de pensiones (o el terrorismo incluso) no son materia de Constitución, han intentado meter al borrador asuntos como la exención del IVA a los libros, el derecho a migrar y la creación de una editorial estatal, entre muchas otras cosas. ¿Existe algún criterio para decidir? ¿O es pura arbitrariedad? 

Esta dinámica, cruzada con la lógica refundacional imperante, ha llevado a la Convención a chocar con el sentido común y a poner en alerta a muchos sectores de la sociedad. Ese grupo significativo de chilenos que está en contra del aborto libre, por ejemplo, ¿debe esperar al borrador final para decidir su voto? ¿No es el artículo sobre aborto un motivo suficiente para disentir de la propuesta de la Convención? Algo similar ha ocurrido durante el proceso con los emprendedores, los aficionados al rodeo, los chilenos que sufren los costos de la migración, los habitantes de La Araucanía que experimentan diariamente la violencia y los agricultores. El afán omniabarcante de la Convención ha generado que estos (y muchos otros) grupos tengan –o hayan tenido– una norma a la que oponerse con fuerza; que cada sector de la sociedad haya podido clavar su propia bandera en contra de un órgano que durante todo este tiempo ha parecido más empecinado en diseñar un programa de gobierno que una Constitución prudente y sostenible en el largo plazo. 

Otra razón para considerar plausible disentir desde ya con la propuesta de la Convención tiene que ver con un asunto más profundo. Muchos defensores del trabajo del órgano constitucional –incluido el presidente Boric– han repetido hasta el cansancio que cualquier cosa que salga de ahí es mejor que una Constitución “escrita por cuatro generales”. Dejando de lado el hecho de que la carta fundamental vigente no se reduce a su origen dictatorial –ya lo advirtió el expresidente Ricardo Lagos–, la composición de la Convención (paritaria, con independientes y representantes de pueblos indígenas) no asegura en sí misma la legitimidad de la Constitución en el tiempo. Dicho de otro modo, los símbolos que antes fueron valorados de forma transversal amenazan con volverse inútiles si es que la nueva Constitución es incapaz de cumplir sus objetivos fundamentales: distribuir adecuadamente el poder político, otorgar un marco que permita dar gobernabilidad al país y relegitimar en la medida de lo posible nuestras alicaídas instituciones. 

Por eso es que acá el problema no es solo de contenidos, pues las justificaciones y actitudes de los convencionales son igual o más relevantes. Que algunos convencionales hayan diseñado un acuerdo sobre sistema político entre cuatro paredes, que un elenco mayoritario haya tenido tantas dificultades para aceptar las críticas a su trabajo (ya sea por lo que reflejan las encuestas, por la opinión de los expertos o quien sea), o que no hayan sido capaces de contener el espíritu de revancha y los maximalismos, dice mucho de los problemas de este proceso y de sus dificultades para alcanzar una propuesta que genere apoyo transversal. Y refleja tanto la progresiva desconexión de la Convención con la ciudadanía como su incapacidad para ofrecer un horizonte compartido que nos permita sanar algunas de las grietas sociales y políticas de nuestro país. 

Por último, aquellos convencionales que critican a quienes ya decidieron su voto para el plebiscito ofrecen como argumento que la única salida para evitar una nueva crisis política y social es aprobar el proyecto de la Convención (parece que la campaña del terror no es patrimonio exclusivo de la derecha o de los poderes fácticos). Sin embargo, olvidan que siempre es posible buscar otras vías y que oponerse a la propuesta de la Convención no implica estar en contra del cambio constitucional. De hecho, la pregunta del plebiscito del 4 de septiembre es bien precisa: “¿Aprueba usted el texto de Nueva Constitución propuesto por la Convención Constitucional?”

No estábamos destinados a este camino, así como tampoco estamos obligados a aprobar el proyecto que ofrezca la Convención. En caso de que a la ciudadanía no la convenza esta propuesta, la clase política de nuevo tendrá que estar a la altura para presentarle otras opciones de cambio constitucional. Y dentro de todas esas alternativas hay mucho más que solo el apruebo o el caos.