Columna publicada el domingo 15 de mayo de 2022 por El Mercurio.

En el Chile anterior a 1973, las elecciones presidenciales tenían lugar el 4 de septiembre. En la última de ellas triunfó Salvador Allende, en la contienda electoral más polarizada de nuestra historia: cada bando sentía que se jugaba el todo o nada. Este año nos toca nuevamente una contienda crucial un 4 de septiembre, y todo indica que se está configurando un escenario análogo al de 1970. Así, para cada grupo, la derrota parece conducir a un callejón sin salida.

El laberinto es delicado y no deberíamos minimizar la gravedad de la situación —el país no tiene nada que ganar en una disyuntiva de ese tipo—. En este contexto, en las filas del Apruebo ha surgido un argumento interesante, pero que ilustra bien nuestras dificultades. El razonamiento ha sido formulado por Jorge Navarrete, Carolina Tohá y Javier Couso (entre otros), y funciona como sigue: aunque el trabajo de la Convención está lejos de ser perfecto, resulta imposible confiar en la voluntad de la derecha para impulsar cambios significativos si triunfa el Rechazo. Por lo tanto, más vale aprobar este texto e introducir luego las modificaciones necesarias: ese sería el único camino seguro para hacerse cargo de la crisis. Dicho en simple: si no triunfa el Apruebo, seguiremos encerrados en una camisa de fuerza que tenderá a replicar el deterioro institucional.

El argumento es atendible, pero tiene sus dificultades. Por de pronto, omite que parte de la derecha entró a dialogar a la Convención, sin ser considerada por las izquierdas (dicho sea de paso, ese simple hecho ha puesto en riesgo todo el proceso constituyente). El argumento omite también que los presidentes de la UDI, RN y Evópoli han sido enfáticos en afirmar que la Constitución vigente fue defenestrada en octubre de 2020. Por otro lado, el raciocinio supone afirmar que los 30 años estuvieron dominados por el bloqueo de la derecha, como si allí no hubiera nada más digno de atención. Sin embargo, a la Concertación esa cancha no le resultó tan incómoda como algunos quisieron hacernos creer. De hecho, cuando Michelle Bachelet tuvo mayorías parlamentarias —en sus dos gobiernos— enfrentó enormes dificultades internas para hacerlas valer.

Con todo, la dificultad más relevante va por otro lado. Es innegable que la derecha persistió, durante largos años, en una actitud obstruccionista, pero esa constatación debería llevar a una conclusión distinta. En efecto, planteado así, el dilema se reduce a determinar quién se queda con el poder de veto. Es un juego de suma cero, y un círculo vicioso infernal: tú no confías en mí ni yo confío en ti. En esa lógica, la política deja de ser un espacio que permita la cooperación, para convertirse en puro conflicto schmittiano, donde solo hay amigos y enemigos.

Llegados a este punto, la pregunta no debería ser solo de qué lado estaremos el 4 de septiembre, sino cómo evitar la fractura total del país la mañana del 5. En el cuadro actual, gane quien gane, ese día será el inicio de una nueva disputa que podría durar décadas. Por lo mismo, urge un acuerdo que pueda darle conducción a lo que venga después. Así, si la izquierda desconfía de la voluntad de la derecha, lo que corresponde es tomarle la palabra para asegurar cuanto antes que el triunfo del Rechazo no implica inmovilismo constitucional. Eso podría despejar la legítima incertidumbre de muchos. Dicho de otro modo, no tiene mayor sentido desconfiar de la derecha y, al mismo tiempo, negarse a explorar las alternativas que hagan viable su disposición al cambio.

Si esto no se realiza y triunfa el Rechazo, entonces la derecha más dura querrá conservar a toda costa el statu quo. Tal es el peligro del todo o nada al que se expone la izquierda al negarle piso a cualquier esfuerzo por articular algo así como una tercera vía. Desde luego, el acuerdo debería funcionar en ambos sentidos: en caso de ganar el Apruebo, sería indispensable acometer una serie de reformas al nuevo texto (algo equivalente a lo ocurrido en 1989). Una salida de ese tipo bajaría el costo de ambos votos y, sobre todo, permitiría salir de una dicotomía que no puede conducir a nada bueno. También podría darle aire al gobierno de Gabriel Boric, que requiere con urgencia un clima político distinto, que haga posible algún grado de colaboración para avanzar en otras dos agendas muy urgentes: orden público y temas sociales.

Quizás el lector se interrogue sobre la viabilidad de una propuesta así. La derecha podría no estar interesada: el Rechazo lleva semanas arriba en las encuestas, y más vale ganar el plebiscito sin adquirir compromisos previos. Para la izquierda tampoco sería fácil, pues supondría asumir el fracaso de la Convención en su tarea de proponer un texto convocante (esto es, asumir que la ultra saboteó sistemáticamente a la Convención con el beneplácito de tantos). Pero el punto reside precisamente allí: ambos sectores deben estar dispuestos a perder algo hoy para no arriesgarse a perderlo todo mañana. Por lo demás, el plebiscito está lo suficientemente lejos para que un trato de este tipo quede cubierto por el velo de la ignorancia. Si los moderados de lado y lado no avanzan en este camino, les estarán entregando las llaves del país a los extremos: quien triunfe se quedará con el poder de veto, pero también con un país inmanejable. Y ya sabemos que en Chile lo difícil no es tanto ganar elecciones, sino gobernar después.