Columna publicada el martes 5 de abril de 2022 por La Tercera.

La Convención Constitucional ya fracasó en su tarea, que constaba de dos objetivos: uno era traducir el apoyo de un 80% del plebiscito de entrada en un apoyo similar en el de salida, y el otro era que el texto aprobado contuviera un sistema de organización y balance del poder político que fuera coherente y funcional a las necesidades y capacidades del país. En vez de estos objetivos, la Convención ha buscado polarizar hasta el extremo a los chilenos, promoviendo un ambiente de confrontación ciega, y avanzar un texto que carece de sistematicidad y sentido institucional. De la casa de todos pasamos a la trinchera de pocos. Luego, en la medida en que esto se va haciendo evidente, la opción de rechazar la propuesta constitucional en el plebiscito de salida comienza a ganar terreno. ¿Cómo se llegó a esta situación? Creo que hay cuatro factores que lo explican.

1. Independientes y cupos indígenas dañaron la representatividad.

La Convención Constitucional partió mal: las listas de independientes propulsaron a su interior a personas sin experiencia de representación política, venidas del mundo del activismo, donde el negocio es golpear y gritar hasta que algo caiga, no lograr acuerdos conversando. La mayoría de ellos ni siquiera se tomó la molestia de estudiar lo que era una constitución y para qué servía, continuando en su giro habitual hasta el día de hoy. A ellos se sumaron representantes indígenas en cupos fijos que distorsionaron por completo el principio de representación democrática: cada uno de ellos fue elegido gracias a cantidades minúsculas de votos, tanto en relación al universo indígena correspondiente como en relación al universo total. Y esta mascarada quedó de nuevo en evidencia gracias a la fallida consulta indígena, que tenía como objetivo consultar 19 mil personas (aunque el PNUD había recomendado 40 mil para darle legitimidad), pero aún así sólo llegó a 7500. Para peor, la temática indígena parece haberse tomado la Convención completa: es por lejos en lo que más fino se ha hilado y más privilegios dudosamente fundados se han concedido. A ratos Chile parece un botín que se intenta partir en 11 pedazos (10 indígenas y uno chileno) en vez de un proyecto común.

En resumen: partimos con una convención con un exceso de “independientes” venidos del mundo del activismo de izquierda que eran poco idóneos para sus cargos y que no rendían cuentas a ninguna orgánica real. Y a ellos se sumaron otro grupo de activista de la izquierda indígena, cuya real representatividad comunitaria y nacional estaba más que inflada. Este grupo, sumado al Partido Comunista y a personajes como Jorge Baradir –que fue en cupo PS pero sin responsabilidad alguna en relación al partido-, alcanzó casi un tercio de los votos. El griterío que no dejaba inaugurar la instancia y las pifias al himno nacional anticiparon correctamente lo que vendría: una dinámica carente de diálogo, de negociación a machetazos entre identidades que se entienden a sí mismas como irreductibles. Irónicamente, tratando de ganar en representatividad simbólica, se perdió muchísimo más en capacidad de representación efectiva.

2. La Convención se volvió una cámara de eco.

La estrategia comunicacional de la izquierda que controla la Convención Constitucional ha sido igual desde el día uno: piel de cristal y puño de hierro. Jaime Bassa y Elisa Loncón asumieron reclamando contra una supuesta “campaña del terror” de la derecha y atacando a la prensa (y la nueva presidenta ha seguido en lo mismo). “La Convención se defiende” es el nombre de esta estratagema. Sin embargo, al poco andar, quedó claro que la derecha no cortaba ni pinchaba dentro de la Convención. Dividida en dos grupos, duros y dialogantes, ambos ignorados orgullosamente por la gran mayoría de los demás convencionales, su presencia ha sido totalmente irrelevante. Es la propia izquierda radical la que se ha jactado cada vez que ha podido de negarle la sal y el agua al centro y a la derecha, situación que ha sido reconocida y condenada por otros convencionales, como Agustín Squella y Andrés Cruz (PS). La propuesta reciente de modificar el reglamento para considerar como “dilatoria” cualquier indicación que presente el centro o la derecha es el monumento final a esta exclusión sistemática e intencional.

Respecto a la prensa, basta revisar las apariciones mediáticas de los convencionales más victimistas para darse cuenta de que han tenido toda la presencia que han querido. Bassa y Loncón, de hecho, abusaron de esa situación para opinar a cada rato sobre lo humano y lo divino, generando titulares a partir de declaraciones políticamente torpes y luego reclamando por los efectos de sus propias palabras. Esto, sin contar el tuiteo incesante e igualmente torpe de casi todos los miembros de la instancia, que parecen muchas veces olvidar el carácter público de los contenidos difundidos en esa red social.

A esto debe agregarse el efecto de la difusión total de mucho del trabajo convencional. Fue la propia izquierda la que alegaba que todo lo que no se negociara con absoluta transparencia y publicidad constituía una infame “cocina”. Sin embargo, parecen no haber ponderado los efectos perversos de esa transparencia total: incentiva las declaraciones rimbombantes de principios, pero no el diálogo. Convierte todo en “performance”, incentivando el show en vez de la búsqueda de acuerdos. Esto es tan así que todos los últimos “acuerdos” entre distintos lotes de izquierda han sido alcanzados fuera de cámara y luego proclamados triunfalmente.

La suma de estos elementos fue generando una disonancia cada vez mayor entre la Convención y la realidad. Al culpar a la prensa o a la derecha de los efectos de sus propios errores mediáticos, muchos convencionales cayeron en lo que se denomina un agujero de conejo: una teoría conspirativa que se alimenta a sí misma. Las últimas intervenciones públicas de Daniel Stingo y Patricia Politzer (que llama a los críticos del proceso “coro catastrofista”) son un ejemplo de manual: la culpa de que crezca el rechazo es de los medios, los periodistas, los poderosos que manipulan a las masas ignorantes. Ellos, los convencionales, no han cometido error alguno: al revés su trabajo es estupendo.

Es importante notar lo objetivamente delirante –es decir, referido a un estado de alteración cognitiva- de esta postura. Para empezar, Stingo y Politzer plantean que cada vez que las personas no están de acuerdo con ellos, es porque están siendo manipulados por los poderosos. Las mayorías, entonces, serían lábiles y fácilmente manipulables. Y esta versión despectiva del electorado incentiva, a su vez, una relación simplemente manipulativa con él. La convención tendría que “educar” mejor y hacerse más propaganda para voltear hacia el lado correcto a los corderiles ciudadanos. No es necesario revisar si hay errores en las propias acciones, pues no los hay. Todo error es de percepción. Enciende alarmas rojas que importantes voces de la Convención conciban de manera tan idiotizada a los ciudadanos que los eligieron.

Luego, Stingo y Politzer nos dicen que son “los poderosos” los que están contra la Convención, y que ellos manipulan los medios de comunicación, que a su vez manipulan a los votantes. Y aquí la agencia y responsabilidad de otro importante grupo pasa a mejor vida: los periodistas. La tesis de estos convencionales es que los periodistas que trabajan para los medios que ellos identifican como controlados por “los poderosos” serían simples herramientas o marionetas al servicio de los intereses de esos poderosos. Es decir, básicamente no existiría una mediación profesional e institucional entre el capricho del dueño y la información producida. Esta idea es sumamente curiosa, pero podría explicarse por la forma en que Stingo y Politzer han concebido su propio ejercicio profesional (el primero como abogado –la segunda profesión más antigua- y la segunda como funcionaria de distintos gobiernos de la Concertación durante un periodo en que ella declaró –ahora- que no había realmente democracia en Chile). Como sea, la agresividad contra la prensa es cada vez mayor, y esto pone un doble refuerzo a la cámara de eco (además de sentar un muy peligroso precedente para la libertad de prensa: no es menor que voces importantes en una Convención Constitucional conciban de forma tan degradante el trabajo periodístico). Algo similar ocurre con las encuestas, aunque ahí los convencionales dudan más: hasta ellos se dan cuenta de que es medio problemático salir diciendo que cuando las encuestas les favorecen es porque reflejan la verdad, y cuando no es porque están manipuladas.

3. La confianza en que se aprobaría cualquier cosa siempre fue infundada.

El broche de oro en la cámara de eco convencional lo pone la convicción de que escriban lo que escriban, resultará aprobado. Esta convicción emerge principalmente de una tosca comprensión de los resultados del plebiscito de entrada. La izquierda que terminó dominando la convención asume que comenzaron con el respaldo del 80% de la ciudadanía, y que en el peor de los casos se pueden arriesgar a perder un 25% de ese apoyo y no pasa nada. Por eso han tirado el tejo pasado hasta Marte. Creen tener una enorme línea de crédito.

Sin embargo, quien revise los resultados del “apruebo” debería notar que esta lectura carece por completo de sentido. Fueron demasiadas las personas de sensibilidades políticas moderadas o de derecha las que votaron apruebo, tal como puede verse cruzando los resultados del plebiscito con cualquier otra elección política. Incluso en “las comunas del 20%” la opción apruebo estuvo muy por sobre la votación histórica de la derecha. El triunfo en primera vuelta presidencial de José Antonio Kast, así como el de Boric en segunda vuelta girando por completo en demasiados temas, debería haber generado una gran conmoción dentro de los convencionales. Sin embargo, nada de eso penetró el bunker ideológico en que se han encerrado ellos mismos.

Más aún, cualquier persona responsable habría notado que el voto de confianza recibido por la Convención por una mayoría tan abrumadora como la del plebiscito era un bien precioso que había que proteger y nutrir lo más posible. En vez de verlo como una línea de crédito para cualquier locura facciosa, lo que se veía era una oportunidad para construir con cuidado algo que lograra interpretar a una mayoría transversal. Esa oportunidad fue rápidamente despreciada, derrochada y destruida. Ahora las consecuencias se hacen visibles.

4. El gobierno está siendo arrastrado al agujero de conejo.

El gobierno de Gabriel Boric quemó las naves al no asumir ninguna distancia respecto a la Convención. Giorgio Jackson fue el primero en plantear que eran una y la misma cosa, y el Presidente confirmó luego la idea. Ahora sus destinos están atados: el plebiscito de salida, en algún sentido, será une evaluación del gobierno de Boric. Esto implica que la última oportunidad para despertar a la Convención de su sueño dogmático es la que tiene en sus manos el gobierno. El Gabriel Boric que ganó, el de segunda vuelta, tiene que tomar rápido las riendas de la situación antes de que lo haga el perdedor de la primera.

El problema es que mucha gente dentro del gobierno –partiendo quizás por el Presidente- parece haberse caído al mismo agujero de conejo que la Convención. Boric podría usar su liderazgo para tratar de salvar los muebles de la Convención, buscando un camino que logre restaurar un poco de la confianza perdida (quizás, por ejemplo, buscando una tercera opción para el plebiscito). Sin embargo, Giorgio Jackson y Camila Vallejo han recurrido a marcos explicativos parecidos o iguales a los de Bassa, Loncón, Politzer y Stingo para explicar la caída en aprobación del trabajo constitucional. Luego, hay un grave riesgo de que el gobierno termine exacerbando los males que han hundido a la Convención.

No pasará mucho tiempo antes de que sepamos qué postura predominará. El drama es que si el Presidente Boric asume las tesis de la cámara de eco -que la gente es tonta y la prensa títere- es difícil que su gobierno no comience a transitar por la espiral autoritaria de regímenes como el Venezolano, el Nicaragüense o el Ecuatoriano (bajo Correa). Un líder que se crea infalible y conciba toda otra mediación como manipulación del pueblo difícilmente podría terminar distinto. El peor escenario que puedo imaginar desde la situación actual, de hecho, es que un proyecto constitucional defectuoso sea aprobado por bajo margen (logrado quizás echando mano hasta del voto adolescente), otorgando poderes exorbitantes a un gobierno decidido a imponer su agenda contra viento y marea. Invitaría al Presidente a mirar fotos de Daniel Ortega en 1979 y leer sus discursos, y ver en lo que 40 años de bananismo político y ausencia de contrapesos institucionales han ido haciendo de él y de su país. ¿Dónde y cómo querría estar Boric en 40 años? La respuesta la tendrá que dar ahora.