Columna publicada el lunes 4 de abril de 2022 por La Segunda.

El académico y exministro José Joaquín Brunner escribió el viernes en El Mercurio, a propósito de la enrarecida marcha de la Convención, que “no cabía ni podía esperarse algo distinto de lo que estamos padeciendo”. Me temo que Brunner se equivoca. Justo porque este proceso —lo cito— “nació para encauzar institucionalmente un enfrentamiento violento, un desborde del orden estatal”, lo lógico era una actitud más responsable de sus protagonistas, en especial de las fuerzas que sustentan al nuevo gobierno.

En concreto: era esperable que los convencionales se tomaran en serio la transversalidad del Acuerdo del 15 de noviembre de 2019. Cuando Chile estaba al borde del abismo, se impuso una salida institucional cuyo principal valor fue el haber sido suscrita desde la UDI hasta Gabriel Boric. Lo sensato era consolidar esa senda para apuntar a nuevos consensos y, en suma, a un pacto constitucional ampliamente legitimado. Muchos, sin embargo, se han cerrado al diálogo y a la crítica en forma sistemática. Se requería humildad y visión de Estado; no una injustificada borrachera electoral.

En la misma línea, las izquierdas debían notar cuán excepcional es la correlación de fuerzas que alberga la Convención. Que sus integrantes ganaron una elección legítima es tan obvio como que sus reglas ad hoc y la fecha de esos comicios condicionaron su resultado. Para advertirlo basta revisar cualquier votación previa o las recientes elecciones parlamentarias y presidenciales. Si un candidato como JAK, que incomodaba incluso a una parte de la centroderecha, venció en la primera vuelta y sacó un 44% en el balotaje, ¿cómo creer que la Convención es un perfecto espejo de la diversidad política del país?

Pero, sobre todo, era esperable y exigible —era lo mínimo— que la Convención se comprometiera desde el primer día con aquellas libertades básicas inherentes a una sociedad plural. No obstante, desde la votación del reglamento las izquierdas se han resistido a reconocer algo tan elemental como el derecho preferente de los padres a educar a sus hijos. Así ocurrió de nuevo el jueves pasado, cuando el pleno negó la potestad de todo padre o madre para brindar una educación religiosa o moral conforme a sus propias convicciones.

Inquietudes similares despiertan —entre otros temas— el rechazo a toda objeción de conciencia, la permanente hostilidad hacia la prensa, los sistemas paralelos de justicia y la eliminación del Senado bicentenario. Si se trata, como dice Brunner, de evitar “el mal mayor”, urge evidenciar esta erosión de los principios e instituciones propios de una república democrática. Atreverse a enfrentar públicamente este crudo escenario, que además ya impacta en las encuestas, es el primer paso para evaluar luego qué hacer.