Columna publicada el martes 5 de abril de 2022 por The Clinic.

“Que exista una representación efectiva de identidades trans y no binarias”. Así reza uno de los puntos acordados por las fuerzas de izquierda el 3 de abril respecto del futuro de nuestro sistema político. Pese a que no se trata del elemento más importante ni más preocupante de dicho acuerdo,  su presencia sirve para hacernos algunas preguntas sobre la deriva identitaria de la Convención Constituyente. También permite plantearnos el lugar y carácter de las discusiones sobre diversidad sexual en nuestra vida en común. Después de todo, se trata de una bandera predilecta del actual gobierno. Con el matrimonio homosexual ya aprobado por Piñera, este será con seguridad el foco primario del actual Ejecutivo en esta materia. Es más, según la Primera Dama, se trataría –nada más ni nada menos– de la “principal forma de defender los derechos humanos”.

El discurso que así se instala asume que no hay preguntas relevantes que plantearse al respecto. El avance en la “visibilidad trans” y la “educación no binaria” serían fines dados y, en el mejor de los casos, solo cabría preguntarse por los medios. No es raro que quienes ven las cosas así se comporten de modo completamente indiferente ante las preocupaciones de una enorme porción de la sociedad respecto de esta clase de agendas. Después de todo, buena parte del progresismo trata como ridículas las inquietudes de madres y padres por el tipo de educación sexual que se promueve a nivel escolar. Pero aquí hay preguntas relevantes, y levantarlas –esperando y dando razones– es un ingrediente importante del respeto recíproco.

Aquí está en juego, en primer lugar, la pregunta fundamental por la realidad de la diferencia sexual y su lugar en la vida social. En numerosos espacios de la vida esa cuestión es secundaria, pero hay campos –los ejemplos típicos son el deporte y las prisiones– en que la cuestión de ser hombre o mujer pesa. Que no todo el mundo encuentre fácilmente su lugar en esa estructura es un hecho que debemos reconocer, por cierto, y la sociedad puede hacer esfuerzos para acomodarse ante esas personas. De ahí no se sigue, sin embargo, que la mejor manera de adaptarse sea aceptar sin más una visión de la humanidad que niega toda realidad al binario sexual. Mucho menos se sigue que haya que sumarse de modo entusiasta ante los primeros signos de duda en un adolescente y poner a su disposición todos los medios para ajustar su cuerpo a su percepción interior. Presentar todo esto como un mero ingrediente inofensivo de una educación inclusiva es meter de contrabando una filosofía que merece bastante más escrutinio público. Los padres –por mucho que la Convención ponga en duda su derecho primario a educar– tienen toda la razón en levantar aquí todo tipo de preguntas.

Porque por mucho que la Convención carezca de dudas, en el mundo sí se levantan preguntas en torno a estos temas. Como bien lo ilustran ciertos eventos deportivos, hay tipos de inclusión que simplemente arruinan la competencia equitativa. Un caso bastante comentado durante las últimas semanas es del de Lia Thomas, quien tras un mediocre desempeño en la natación masculina ha arrasado en la femenina. Aunque está lejos de ser el primer ejemplo de este tipo de injusticia, su caso puso de relieve algo por lo demás bien obvio: lo decisivos que en ciertos deportes son la altura, el desarrollo de los huesos, la fuerza y la masa corporal. La discusión en torno a sus triunfos ilustra de modo elocuente cómo han comenzado a cobrar fuerza los movimientos para la salvación del deporte femenino. Al fin y al cabo, el propio feminismo –aunque el “gobierno feminista” no se entere– se encuentra hoy interna y profundamente fracturado por esta cuestión.

Muy distinto, obviamente, es el caso del trabajo político y legislativo, una actividad cuyo desempeño no depende de nuestra masa corporal ni nada semejante. Pero esa es una buena razón para que todos puedan participar ahí en iguales condiciones, no para asegurar un cupo a nadie. Porque la discusión, vale la pena recordar, no es si acaso las personas trans pueden participar de nuestra vida política. Esa participación está hoy tan fuera de discusión como la que tienen en el resto de nuestra vida social. La propuesta de la Convención (como el Cupo Laboral Trans en el programa de gobierno) no busca posibilitar una presencia, sino asegurarla. Y la pregunta obvia es por qué habríamos de querer o aceptar acríticamente semejante privilegio; por qué habríamos de añadir un ingrediente más al corporativismo identitario en que ya nos estamos hundiendo.

La respuesta que dan sus impulsores es bien conocida: solo así se podría emparejar la cancha para que los antes excluidos puedan participar en igualdad de condiciones. Es una respuesta que en nuestra cultura victimista convence a muchos, pero que como concepción de la democracia deja muchísimo que desear. ¿Por qué, por lo pronto, habría que dar representación a justo este grupo, en lugar de tratar como más relevante la exclusión de gitanos, ancianos o pobres? Las toneladas de literatura identitaria no ofrecen, francamente, ninguna respuesta digna a preguntas como ésta. Hay, por lo demás, algo de lógica de espectáculo en tratar un cuerpo legislativo como si fuera lugar de visibilidad en lugar de instancia de deliberación orientada al bien común. Aunque no se trata del mayor desvarío de la Convención, algo nos dice de cuán lejos está este proceso de dar siquiera inicio al reencuentro democrático del país.