Columna publicada el jueves 31 de marzo de 2022 por Ciper.

¿Cómo acercarse a un dolor que parece atravesarlo todo y llegar a lugares inaccesibles, que pone a prueba lo que las personas conocen o creen conocer de sí mismos? La pandemia y la guerra, quizás los dos tópicos de los últimos meses, han vuelto a situarnos ante la muerte, aquel límite de nuestra existencia que hace desaparecer cualquier ilusión de un progreso indefinido. Esa realidad que preferimos no ver, que escondemos en hospitales y cementerios que parecen parques, está también en situaciones cotidianas y frecuentes. Tres lecturas recientes —dos novelas y unas memorias— me han hecho asomarme a la muerte desde diversos ángulos: un asesinato macabro, la muerte de un hijo, la pérdida de un ser querido. En todas ellas, se pone frente al lector una realidad dolorosa ante la cual se tiende a desviar la mirada, pero que obliga, por su radicalidad, a dar algún tipo de respuesta.

El primero de estos libros es una novela brutal: Canción dulce, de Leila Slimani. Publicada en 2016, fue muy premiada en Francia y elogiada en el resto del mundo. Nadie puede quedar indiferente ante este comienzo: «El bebé ha muerto. Bastaron unos pocos segundos. El médico aseguró que no había sufrido. Lo tendieron en una funda gris y cerraron la cremallera sobre el cuerpo desarticulado que flotaba entre los juguetes. La niña, en cambio, seguía viva cuando llegaron los del servicio de emergencias». No tardamos en enterarnos de que ambos fueron asesinados por Louise, la niñera aparentemente ejemplar del matrimonio conformado por Myriam y Paul. La novela cuenta, en un largo racconto, las frustraciones de Myriam luego de haber sido madre: una cotidianidad sobreexigida, una profesión abandonada y una estrechez de horizontes son las únicas dimensiones que ella es capaz de ver hasta que decide volver a trabajar y encuentra a la pulcra y perfeccionista Louise para que cuide a sus niños. La vida parece sonreírles de vuelta. El modo en que la chica se hace cargo de los pequeños y organiza su casa le permite despreocuparse un poco de aquella dimensión doméstica que tanto le agobiaba. Sin embargo, el sentimiento de culpa por estar sacrificando la vida familiar y las trizaduras que esconde esa niñera aparentemente perfecta son solo el preludio de una tragedia violenta. Como lectores, caminamos horrorizados hacia ese final que ya conocemos por esas primeras páginas llenas de horror citadas al comienzo, pero cuyos detalles y sutilezas construye Slimani con un talento prodigioso.

Una segunda lectura interesante fue Hamnet, de la británica Maggie O’Farrell. La novela relata la historia de Agnes, la curandera de un pueblo inglés que, a pesar de sus amplios conocimientos y denodados esfuerzos, pierde a su hijo por la peste que asoló a Inglaterra a fines del siglo XVI. Agnes es hija del primer matrimonio de un granjero relativamente acomodado; una joven de mucho carácter y mal mirada por los habitantes del pueblo, quienes la acusan de ser bruja. Y no están por completo desencaminados: de hecho, dándoles algo así como un pellizco en las manos, consigue explorar el alma de las personas y conocer sus secretos. Agnes se enamora apasionadamente del preceptor de latín de sus hermanastros, un joven poco promisorio, hijo del guantero del pueblo, con quien deberá casarse luego de quedar embarazada. El libro se apoya parcialmente en la biografía de Shakespeare —el dramaturgo perdió un hijo de nombre Hamnet a la misma edad que el personaje de la novela—, aunque los datos fidedignos son solo una excusa para examinar la maternidad, el luto y la muerte. El foco narrativo va y vuelve de Hamnet a Agnes, y el punto de vista de esta última logra transmitir una mirada fuerte y profunda sobre la cual se estructura la novela. Ella no es como los demás: conoce las plantas y sus efectos, cuida la naturaleza que está a su alrededor, escruta los comportamientos de quienes la rodean; y sufre, más que nadie, por aquella muerte que no pudo evitar. Como si fuera un fantasma, no logra aceptar la partida de su hijo, hasta que, hacia el final de la novela, es su marido y sus creaciones lo que logran ponerle palabras a su pérdida.

La tercera lectura es lo más parecido a un clásico del tema: El año del pensamiento mágico, de la recientemente fallecida Joan Didion. Luego de la repentina muerte de su marido, Didion escribe esta obra que explora los límites del luto y de las palabras por medio de las cuales pronunciamos aquella experiencia que nos supera por completo: «El dolor por la pérdida de un ser querido resulta ser una situación que nadie conoce hasta que llega a ella». El libro sortea con éxito una serie de riesgos que se asoman a cada instante: la cursilería, la manipulación emocional, el lugar común. Por el contrario, esta escritora neoyorkina enfrenta los elementos más ordinarios de la muerte para ver si así, por medio de la descripción de los infructuosos recursos de primeros auxilios, los consabidos trámites clínicos para certificar una muerte o el necesario orden de la ropa del difunto, logra ponerle palabras a aquella realidad que se resiste a aceptar. Se demora un año en encontrarle sentido al dolor y al duelo, términos que explora con filo y agudeza: «Hasta ahora solo había pasado por el dolor, pero no por el duelo. El dolor era algo pasivo. El dolor era algo que te pasaba. Pero el duelo, el acto de lidiar con el dolor, requería atención». La autora muestra por completo su fragilidad y su pena, pero lo hace sin aspavientos, con un lenguaje que, aunque mira la muerte a la cara, se resiste a aceptar tan fácilmente sus consecuencias.

Un matrimonio que cree haber encontrado la solución a sus problemas, pero que se dirige indefectiblemente a una tragedia; una mujer frustrada por no haber podido salvar a su hijo de un final doloroso; una mujer que pierde a su marido en medio de su cotidianeidad. Tres libros, tres autoras, tres miradas sobre la muerte. Tres modos de enfrentarse a una realidad que tendemos a volver inofensiva, pero que por medio de la palabra podemos hacer visible, darle forma. Estas obras transmiten el dolor y el desconcierto que genera la muerte, pero permiten avanzar hacia un mejor entendimiento de ella. La muerte no dejará de estar presente entre nosotros —qué muestra más evidente de esto que los últimos dos años—, por lo que el ejercicio parece justificado.