Columna publicada el 3 de abril de 2022 por El Mercurio.

Esta semana, la comisión de Sistema político aprobó una propuesta de régimen que será sometida al pleno de la Convención. Aunque el acuerdo fue anunciado como “transversal”, solo fueron parte de él algunos sectores de izquierda. Varios grupos políticos relevantes no formaron parte de él; y ese solo hecho permite dudar de su viabilidad en el largo plazo. Después de todo, la izquierda sabe mejor que nadie que las diferencias en torno a las reglas del juego introducen un factor de inestabilidad que puede resultar fatal.

En cualquier caso, el problema de régimen político no es baladí, porque es evidente que nuestra principal dificultad —cada día más visible— pasa por la gobernabilidad. Si no avanzamos en ese plano, nuestra crisis podría durar décadas. La pregunta central es, entonces, en qué medida esta propuesta logra articular instituciones que permitan consolidar una democracia estable y legitimada. Con todo, surge aquí un primer obstáculo: hasta ahora, no disponemos de actas que den cuenta de las discusiones. El acuerdo se fraguó en una cocina sin ventanas. El hecho es grave, no solo porque se falta a la promesa de transparencia —un proceso abierto, se nos decía—, sino también porque deja en la penumbra la naturaleza de la deliberación. Así, mientras las actas de la comisión Ortúzar —y de las reformas posteriores— están disponibles para quien quiera verlas, nuestros convencionales no consideran apropiado que sepamos cómo se llegó a este acuerdo. Todos somos iguales, pero algunos son más iguales que otros.

Lo expuesto obliga a suponer que la propuesta de régimen es el producto del forcejeo entre sectores de izquierda. Unos son parlamentaristas y otros presidencialistas; unos prefieren dos cámaras, otros consideran intransable eliminar una de ellas. De allí el carácter híbrido de la propuesta: un presidencialismo aguado y un supuesto bicameralismo que no es tal (el consejo territorial no será mucho más que una reunión nacional de Cores). Así, todos tienen algún trofeo que mostrar. La dificultad estriba en que no estamos negociando un presupuesto ni las facultades de un gobernador provincial, sino algo mucho más decisivo. Es una de las cuestiones más importantes de la nueva Constitución, y tras meses de deliberaciones y audiencias públicas, no hay un diseño coherente. Nadie sabe cómo funcionarán y se integrarán las distintas piezas del puzzle, porque eso nunca estuvo en el horizonte de la discusión. El sistema que debiera darnos gobernabilidad es el simple resultado de fuerzas en disputa y, por lo mismo, el contenido de la discusión está vedado al público.

No debe extrañar, entonces, que la propuesta sea coja y carente de equilibrios internos, pues solo buscaba salvar a la comisión de un descalabro mayúsculo. El caso del Senado es particularmente ilustrativo, porque nadie —digo bien: nadie— ha logrado ofrecer un solo argumento de peso para suprimirlo. El único motivo esgrimido hasta el cansancio es que dicha instancia habría obstaculizado algunas agendas, dado su talante supuestamente conservador. Es, desde luego, una crítica absurda, pero que permite ver el fondo del asunto. En efecto, la existencia del Senado es un reconocimiento a la pluralidad del mundo, al hecho de que una sociedad compleja posee múltiples fuentes de legitimidad. Se trata de un supuesto básico en cualquier democracia: nadie puede pretender poseer toda la razón, ningún órgano puede arrogarse toda la soberanía. La democracia equivale, como sugería Albert Camus, a admitir que hay alteridad, que hay otros que merecen ser tomados en cuenta. En el fondo, cierta izquierda va por el Senado por una razón tan simple como inconfesable: no siempre han estado de acuerdo con ellos. El error del Senado es no haber sido suficientemente de izquierda. Pero, ¿desde cuándo la discrepancia constituye un pecado? ¿Y por qué habría de resolverse eliminando al que discrepa? Subyace aquí una peligrosa pulsión antidemocrática. El unicameralismo es, de hecho, un monismo que desconfía de todo aquello que se aparte de la mayoría de turno: es la uniformidad hecha régimen, una uniformidad que concentra el máximo de poder posible en un solo lugar. Sin ir más lejos, la supresión de la Cámara Alta es también una supresión de las regiones, que saldrán definitivamente del radar del poder. De concretarse, este sistema será el más centralista de nuestra historia, lo que no es poco decir.

El Presidente, por su parte, queda debilitado, pues se ven mermadas sus facultades que le brindan protección (veto, iniciativa exclusiva y manejo de urgencias). En ese contexto, se abren dos posibilidades, ambas igualmente preocupantes. La primera es que, siguiendo la lógica de la Convención, nuestro país sea gobernado por un asambleísmo tipo Confech, que doblegue al Presidente (para conocer cómo opera esta dinámica resulta indispensable leer “La escuela tomada”, de Alfredo Jocelyn-Holt). Pero hay una segunda alternativa. Si un Presidente logra el apoyo mayoritario de los diputados, tendríamos un líder sin contrapeso institucional alguno. Dicho de otro modo, la propuesta no contempla ningún seguro que nos proteja de un caudillo autoritario que alcance una mayoría circunstancial. Este es el motivo en virtud del cual los presidencialismos son bicamerales: el mecanismo no funciona si falta una de sus piezas. Como fuere, sobra decir que ninguna de estas dos alternativas contribuye a mejorar nuestra gobernabilidad, muy por el contrario.

Desde luego, los defensores de la propuesta argüirán que el objetivo es darle mayor velocidad a un sistema trancado, y que los contrapesos solo frenan las famosas transformaciones. El argumento tiene su pertinencia, siempre y cuando sea consciente de sus propios límites. La democracia, apuntaba Raymond Aron, es un régimen para personas pacientes. Para los impacientes, para quienes no soportan los contrapesos, existen las dictaduras. En función de la experiencia latinoamericana, sería cuando menos aventurado suponer que ese riesgo ha salido definitivamente de nuestra historia.