Columna publicada el viernes 15 de abril de 2022 por El Mercurio.

Son múltiples las razones por las que personas creyentes pueden mirar con distancia el actual proceso constituyente: basta pensar en el aborto o en el reiterado desprecio por la objeción de conciencia. Pero, además, están aquellos artículos que tocan a la creencia religiosa de modo más directo. La definición del país como Estado laico da una buena oportunidad para evaluar dónde se está en esta materia.

Muchos han celebrado esta descripción como si de un mínimo civilizatorio se tratara. Pero, ¿estaba Chile en deuda al respecto? La verdad es que se trata de una fórmula que apenas un puñado de países ha hecho suya. Más común es asumir como apropiada para un país pluralista la afirmación de la libertad religiosa sin atribuir al Estado orientación alguna en particular (no confesional, pero tampoco “laica”). Después de todo, una vez que se identifica laicidad con neutralidad, hay un riesgo bien evidente: que el progresismo secular se vuelva incluso más ciego a sus propios sesgos, en lugar de ponerlos como una posición más sobre la mesa.

Pero hay también un riesgo más tangible, que se relaciona con la participación de instituciones con ideario religioso en la vida pública. En efecto, no faltan quienes desprenden de la laicidad del Estado que este no pueda apoyar con subvención a escuelas de inspiración religiosa. Aquí hay un problema de principios, pues los ciudadanos creyentes pagan impuestos como todos los restantes y tienen derecho a que sus proyectos reciban tal apoyo. Pero además de los principios hay un problema de desconocimiento de la realidad. En Chile 1.475 de los colegios subvencionados son católicos y 325 son evangélicos; juntos, se trata de un 30% de los establecimientos. Si algo requiere nuestra vida pública es que esas fuerzas de la sociedad civil —cuya orientación religiosa es inspiración fundamental e inseparable de su labor— sigan siendo apoyadas.

Por otro lado, esta pretensión de neutralidad y laicidad contrasta con el entusiasta lenguaje desplegado para hablar de las cosmovisiones de los pueblos indígenas. Pero el problema principal no se encuentra en el contraste que así se establece entre la población indígena y la no indígena. Mucho más grave es la manera en que este lenguaje ignora la diversidad religiosa del propio mundo indígena. Después de todo, un 60,6% de los mapuches rurales son católicos y un 29,6% evangélicos. ¿Es capaz de hacer justicia a ese hecho el discurso sobre cosmovisión indígena con que se aborda estos asuntos? Ni este problema ni el de las escuelas se reducen a la discusión constitucional. El modo en que los trata la Convención, sin embargo, deja poco espacio para tener fe en este proceso.