Este artículo fue publicado en abril de 2022, en la sexta edición de la revista del IES, Punto y coma.

“La tierra, en cambio, es la lealtad misma, yo no sé darle en el viejo amor fuerte que le tengo mejor nombre que ese de leal”.

Gabriela Mistral, 1928

Se han dibujado innumerables perfiles sobre ella, destacando uno u otro aspecto de su personalidad o su pensamiento: profesora rural, madre estéril, educadora abnegada, mujer severa y rencorosa, embajadora incansable de una patria ingrata. Una de las representaciones de más difusión en tiempos recientes es aquella en que aparece vestida con jeans y bototos negros, pañuelo verde amarrado al cuello y con una bandera chilena negra en ristre. Algunos protestaron diciendo que Mistral nunca estuvo a favor del aborto; otros afirmaron que su espíritu, siempre crítico e incansable en su búsqueda de la justicia, estaría con esa causa en el Chile actual. Por otro lado, decían algunos, esa estética punk no haría justicia a la sobriedad que esta diplomática e hija del campo acostumbró a llevar a lo largo de toda su vida. Aunque es solo un ejemplo, hay una cosa que no admite dudas: su figura, pivotal en la literatura de todo el siglo XX chileno, ha estado y seguirá estando en disputa. 

La poesía y la prosa de Mistral revelan una mente de enorme complejidad, difícil —si no imposible— de clasificar con criterios demasiado rígidos o estáticos. ¿De derecha o de izquierda? ¿Liberal o conservadora? ¿Pacifista, católica, mística, naturalista? ¿Una mixtura de cada una de esas fuentes? Siempre se puede encontrar un matiz o una tensión en sus escritos, lo que nos refleja una personalidad inconformista y alejada de las modas, que no dejó nunca de plantearse preguntas, de interrogarse a sí misma y a su tiempo, sabiendo que, muchas veces, las respuestas serían incómodas. Una figura de tal complejidad exige un intento honesto por comprender su singularidad y una apertura a sus preguntas y tensiones, y no una apropiación apresurada por encasillarla de manera que calce con agendas particulares.

Hay una cosa que no admite dudas: su figura, pivotal en la literatura de todo el siglo XX chileno, ha estado y seguirá estando en disputa.

A continuación quiero problematizar uno de esos dilemas: cuál fue la relación de Mistral, a primera vista una moderna de tomo y lomo, con ciertas nociones propias del progreso y del progresismo. ¿Había en la poeta una comprensión del mundo según la cual la humanidad avanza en una constante mejora, una noción de la historia humana entendida como un trayecto siempre hacia adelante? ¿Tenía cierta afinidad con causas políticas que hoy serían clasificadas como progresistas? Mi hipótesis se podría sintetizar de la siguiente manera: hay en Mistral una permanente inquietud por el progreso, pero entendido este término de una manera bien concreta, sobre todo en los planos educativo, político y tecnológico. Su constante preocupación por las condiciones de vida de la gente —en particular de los más débiles y desprotegidos, como los niños, los campesinos, los pobres y las mujeres— la obligaba a mirar con optimismo y aprobación ciertas causas vinculadas a grupos políticos opuestos al conservadurismo. En paralelo, sin embargo, hay ciertos elementos en su visión de mundo que plantean contrapuntos a esa simpatía inicial; elementos que, en vez de dirigir la mirada hacia un eventual horizonte futuro, obligan a observar hacia atrás y hacia abajo. En términos simples, Mistral nunca desvía sus ojos de la tierra, del terruño comprendido como una realidad que otorga pertenencia y arraigo a un tiempo y que da sentido trascendente a la vida humana, pues nos vincula con quienes ya estuvieron y estarán; una trascendencia quizás no en su sentido más tradicional, sino en una conciencia de que la vida humana no termina con la muerte, sino que continúa en otros términos y dimensiones.

Mistral nunca desvía la mirada de la tierra, del terruño comprendido como una realidad que otorga pertenencia y que da sentido trascendente a la vida humana.

Una mirada somera a su escritura nos permitirá ver en Mistral a alguien que no era ni remotamente una reaccionaria, pero que tampoco se limitó a abrazar sin más las causas del progreso. Como ella misma señala en uno de sus textos: “Hay en el fondo de todos los pueblos dos maneras en la búsqueda del bienestar social, que chocan violentamente, en apariencia, y en verdad concurren a la armonía, aspiran a ella, están destinadas a realizarla: son el amor de la tradición y el del progreso. Ellas asoman en cada período histórico y se personifican en figuras opuestas, pero igualmente grandes”. Veamos cómo se relacionan ambos polos en dos temas que despertaron su atención a lo largo de su vida: la tierra y la mujer. 

Nostalgia de la tierra

“Me gusta la idolatría de la tierra que está en todos los folklores, y no solo es que la entiendo, sino que la vivo a plena anchura. La tierra fue siempre el gran ídolo, como que ella es la bandeja en que se asientan todas las demás adoraciones humanas”, escribe Mistral a propósito del libro Chile o una loca geografía, de Benjamín Subercaseaux. Las palabras anteriores están íntimamente ligadas a su experiencia vital. Su infancia está marcada por una vivencia intensa del valle del Elqui, años durante los que caminó y contempló sus cerros, sus ríos y sus huertos. Eso determina su personalidad y sus intereses, generando un imaginario que siempre girará en torno a la naturaleza y a la relación que el hombre establece con ella. Según sintetizara ella misma: “Mis grandes amores son la fe, la tierra y la poesía”. 

Jaime Concha afirma que en Mistral está una de las mejores exposiciones de un “humanismo rural” que la hace estar siempre vinculada a la tierra. Esta, sin embargo, se observa desde una óptica particular: no es una realidad abstracta o idealizada, sino siempre concreta, arraigada. Mistral fue una poeta en tránsito, cosmopolita y diplomática, en constante movimiento alrededor del mundo. Periplos frecuentes por México, Italia, Brasil o Estados Unidos la acostumbraron a llevar tras de sí un equipaje que no siempre era liviano. Los innumerables cambios de domicilio, cuentan quienes fueron cercanos a la poeta, no la hicieron cejar en una exigencia constante: casa con huerto, con tierra fértil capaz de conectarla con una singular versión de la trascendencia. Es en la naturaleza —los cerros, los árboles, la fragancia de las flores de cada estación, el sonido de los frutos cayendo de maduros— donde se percibe el paso del tiempo y se comprende la vida como un ciclo del cual somos solo una parte. Este tipo de observación del entorno, asimismo, podría vincularse con su espiritualidad siempre heterogénea, donde la teosofía y el budismo fueron encontrando un lugar (aunque el cristianismo ocupó una posición primordial a lo largo de toda su vida).

Dentro de sus banderas políticas, fue constante su demanda por una reforma agraria. Desde muy temprano Mistral denunció las precariedades materiales y espirituales propias de la vida campesina y las iniquidades del latifundio (“el horrible y deshonesto latifundio”, dice en 1933). Su temprana relación con México, país al que viaja en 1922, la hace contemplar el experimento revolucionario con cierta benevolencia: consciente del alto costo que tuvo la reciente guerra, no deja de celebrar y apoyar los esfuerzos de los mexicanos por expandir la alfabetización y la igualación de las condiciones de vida. Su texto “Cómo se ha hecho una Escuela-Granja en México”, de 1923, es muy elogioso con respecto al modo en que se desarrolla un proyecto particular de educación vinculada a la tierra. Mistral relata los esfuerzos que directivos y estudiantes han realizado para llevar a cabo una empresa agraria. Sin embargo, parte de su elogio parece ir en dirección contraria a ciertos aires revolucionarios: los futuros estudiantes de este experimento mexicano 

[s]erán eso que es para mí lo más grande en medio de las actividades humanas: los hombres de la tierra, sensatos, sobrios y serenos, por el contacto con aquella que es la perenne verdad. Harán una democracia, menos convulsionada y menos discurseadora de la que nos ha nacido en la América Latina, porque, hay que decir mil veces este lugar común: la pequeña propiedad (que ellos exigirán y conseguirán en México), aplaca las rebeldías, da dignidad a la vida humana y hace el corazón del hombre propicio a las suavidades del espíritu.

Esa valoración de la propiedad como un lazo que produce prudencia y mesura es, sin duda, una reivindicación cercana a ciertas nociones conservadoras que ven en la propiedad (y en la propiedad de la tierra, particularmente) un arraigo que permite la estabilidad y el desarrollo. Asimismo, ese vínculo con la tierra también la hará relacionarse de modo crítico con el crecimiento desmedido de las ciudades modernas. A pesar de haber vivido en importantes urbes alrededor del mundo, ella nunca dejará de ser una habitante de las profundidades de su valle natal. Mistral observa con distancia las consecuencias sociales de la emigración desenfrenada del campo a la ciudad. Dice Concha que “la obra de la Mistral constituye —en su poesía y en su prosa— una tentativa por resistir el avance demoledor de la ciudad, con su periferia de horror y de miseria”.

En Chile se sintió despreciada, ignorada y minusvalorada; sin embargo, aun viviendo en el extranjero, siempre se informó, se preocupó y opinó acerca de lo que pasaba aquí.

En la poeta, sin embargo, ese vínculo con un territorio específico no es un capricho nostálgico. De hecho, se ha enfatizado mucho su relación ambigua con Chile: en su país natal se sintió despreciada, ignorada y minusvalorada; sin embargo, aun viviendo en el extranjero, siempre se informó, se preocupó y opinó acerca de lo que pasaba aquí. Por ende, ese vínculo con el origen puede comprenderse como una auténtica fuente de sentido desde donde brota una definición de su propia identidad. Es algo que está presente en su constante preocupación por el acontecer nacional —muchas antologías de su prosa dan cuenta de su reflexión incesante sobre Chile—, pero también por el modo en que busca expresarlo de manera poética. Quizás el mejor ejemplo de esa preocupación está en los versos de Lagar titulados “Herramientas”: 

Persigo mis pies errantes 

ajetreados como ellas 

y con la azada más pura, 

por que descansen y duerman 

voy persignando mi pecho 

y el alma que los gobierna. 

Toque a toque la azada viva 

me mira y recorre entera, 

y le digo que me dé, 

al caer, la última tierra; 

y con ternura de hermana 

yo la suelto, ella me deja:

azul tendal, adormecido, 

hermosura callada: herramientas.

Diplomática, amiga de presidentes y reconocida por reyes; codeándose con los más eximios representantes de las élites políticas y culturales del mundo. Sin embargo, las imágenes que nos deja Gabriela Mistral no dejan de reconocer en el campo y sus oficios una dignidad particular: la mano que roza la tierra y que amasa la arcilla; la piel que se encallece por el trabajo duro con las herramientas; el labrador y el campesino que luchan contra las adversidades para coger los frutos del campo. No hay aquí desarraigo ni abstracción, sino un tiempo y un espacio concretos desde los cuales se observa el resto del mundo. Podría decirse que, de algún modo, Mistral conjuga algo así como un cosmopolitismo arraigado.

El lugar de la mujer

Un segundo tema fundamental para Mistral será la pregunta por el lugar que ocupa la mujer en la sociedad. Ella nunca dejó de reflexionar acerca de su condición femenina, acerca de los derechos que se les debían o del campo laboral y las oportunidades que se abrían a las mujeres en una sociedad industrializada. Sin embargo, contrario a lo que podría pensarse, eso no la llevó a ser complaciente con las corrientes feministas de su época: como se señaló al comienzo, Mistral parece haber sido poco amiga de cualquier moda. De hecho, sus artículos incomodaron a tirios y troyanos, ya que reclamaba por los derechos de las mujeres (“El derecho femenino al voto me ha parecido siempre cosa naturalísima”, afirmó), pero lo hacía siempre desde una feroz independencia crítica. En 1925, por ejemplo, escribía lo siguiente: 

El feminismo llega a parecerme a veces, en Chile, una expresión más del sentimentalismo mujeril, quejumbroso, blanducho, perfectamente invertebrado, como una esponja que flota en un líquido inocuo. Tiene más emoción que ideas, más lirismo malo que conceptos sociales (…). Mucha legitimidad en los anhelos, pureza de intenciones, hasta un fervor místico, que impone el respeto; pero poca, ¡muy poca! cultura en materias sociales. No importa: existe la fuerza, nos hemos puesto en trance de obrar, y unos diez ojos sagaces y manos tranquilas ya pueden empezar la ordenación. 

Se trata, sin duda, de un cuestionamiento profundo e incómodo, sobre todo para quienes intentan dar por supuesto el apoyo de Mistral a ciertas causas específicas. Pero esto no debiera sorprendernos demasiado, considerando que también fue crítica con una concepción del desarrollo profesional femenino que dejara de lado la maternidad. Esto, a juicio de Mistral, desnaturalizaba un carácter específico de la mujer que estaba, incluso, inscrito en su propia corporalidad: “antes de poner el pie en el universo nuevo de las actividades mujeriles había que haber mirado hacia el que se abandonaba”. Su crítica, empero, no es al trabajo femenino propiamente tal —ella siempre resaltó que trabajó como maestra desde los quince años—, sino a la importancia fundamental de lo maternal en los primeros años de desarrollo y aprendizaje de los niños, objeto preciado de su reflexión.

En el artículo recién citado, “Feminismo: una nueva organización del trabajo”, publicado en El Mercurio en 1927, la crítica es profunda: señala que ella no desea a la mujer como jueza o reina, afirmando que difícilmente tendrá la visión panorámica que se necesita para aquellos oficios. Por el contrario, Mistral defiende que la mujer cumpla con el “encargo que trajo al mundo”, que está “escrito en todo su cuerpo”: “La mujer no tiene colocación natural —y cuando digo natural digo estética— sino cerca del niño o la criatura sufriente, que también es infancia, por desvalimiento. Sus profesiones naturales son las de maestra, médico o enfermera, directora de beneficencia, defensora de menores, creadora en la literatura de la fábula infantil, artesana de juguetes”. O, dicho de modo sintético, “Solo en cuanto a mujeres podemos auxiliar la vida y el mundo”.

Es lógico preguntarse si esta concepción de la mujer es fruto de su tiempo o si, en cambio, responde a convicciones más profundas de la poeta. Mistral no se caracterizaba por ser complaciente en sus opiniones; por el contrario, su sinceridad y agudeza la llevaban incluso a entrar en extensos intercambios —y duras polémicas— con hombres y mujeres de su época. Si de posiciones políticas se trata, Mistral no era de aquellas que se arrimaba a los poderes de turno, sino que dirigía su mirada a los desfavorecidos. Como dice Concha, “este Chile [el que construye la poeta en el Poema de Chile] no es el de los Padres-de-la-Patria, coágulo de mentalidad militarista, sino el de un escaso héroe niño y de una tierra vista desde la vivencia de la mujer y de las madres: el punto de vista de Isabel Riquelme. La Mistral adopta siempre, con certeza y sin engaño, la perspectiva de los débiles y de los olvidados”. 

Su visión de la mujer, por tanto, es reflejo, una vez más, de la complejidad de su pensamiento, incapaz de encasillar en una u otra etiqueta demasiado sencilla.

Su visión de la mujer, por tanto, es reflejo, una vez más, de la complejidad de su pensamiento, incapaz de encasillar en una u otra etiqueta demasiado sencilla. La mujer y su cuerpo, la mujer y su maternidad, la mujer y su trabajo, pero también la mujer en su búsqueda incansable de la dignidad y la libertad de acción: siempre una realidad múltiple e irreductible. El tipo de aseveraciones que hemos visto, ¿no obliga, acaso, a definir el feminismo de Mistral como uno que nunca desatiende una realidad que lo antecede y no puede cambiarse a voluntad? ¿No hay en Mistral, entonces, una visión de la mujer y del mundo desde un cuerpo que la configura y define? En esa línea, el juicio de Pedro Pablo Zegers es claro, pues afirma que “Gabriela no era la feminista que buscaba la absoluta igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Más bien buscaba un equilibrio para la mujer, de acuerdo a sus aptitudes, facultades y su mismo sexo”.

Una pregunta abierta

La tierra y la mujer son solo dos entradas a la obra de Mistral que demuestran que su visión de mundo nunca dejó de estar atravesada por tensiones que apuntaban en direcciones muy distintas. ¿Es posible, entonces, responder de manera unívoca qué entendía Mistral por progreso? Si se trata de sus anhelos políticos y sociales, no cabe duda de que algunos de sus ejes prioritarios estaban en la justicia social, en la alfabetización y en una constante búsqueda de mejores condiciones para los indios, las mujeres y los niños. Sin embargo, es siempre consciente de los costos de la modernidad —en los términos de Raymond Aron, una dialéctica entre progreso y desilusión—, tanto para los habitantes de las ciudades como para los hijos de aquellas mujeres que se introducían en el mercado laboral. 

Al mismo tiempo, está lejos de aparejar sus demandas sociales con un secularismo que muchas veces parece ir indefectiblemente de la mano con el espíritu del tiempo. Dice, por ejemplo, sobre la herencia decimonónica, ese siglo que creyó en la ciencia y el progreso: “[n]os deslumbró tanto su majestad la ciencia, que ahora se echa de menos la buena llamita de la vela doméstica con su parpadeo cálido sobre la mesa, el libro o el crucifijo. Ya estamos volviendo, como el Hijo pródigo, a la genuina querencia”. Ni ciencia ni superstición, sino una comprensión del progreso desde una apertura a aquello que se explica, también, desde otros parámetros y coordenadas. Ahí parece habitar una de las claves de su comprensión del mundo, lo que impide una reducción estrecha de su persona y su pensamiento.

¿Pasa lo mismo con su poesía? Jaime Concha, uno de los estudiosos más importantes de su obra, hace una lectura algo distinta, acaso más categórica, del Poema de Chile, ese poema que Mistral trabajó durante décadas y que solo vio la luz recién en 1967, diez años después de su muerte: “Lo presente en el Poema de Chile —dice Concha— es el revés del progreso, lo que muestra implacablemente que esta palabra, consigna sempiterna del lorerío republicano, jamás ha tenido un sentido real en el país. En cuanto a las víctimas de que ahí se trata, el progreso ha significado abandono y violencia para la mujer campesina, despojo para el aborigen y eliminación de animales autóctonos”. La poesía, entonces, sería capaz de mostrar desde el símbolo, en especial desde la mujer fantasma, el niño indio y el huemul, aquella realidad olvidada por los avances civilizatorios, aunque nunca dejada de lado por la poeta del Elqui. 

¿Qué progreso, entonces? Uno capaz de detenerse y velar por aquellos que han sido menos favorecidos; uno siempre atento al origen que otorga significado y condiciona, sin determinar, aquello que somos en el presente; uno que se reconoce como parte de una lengua y de una tierra heredada, que puede cambiar y desde la cual se puede innovar, pero cuyo legado no puede desconocerse. Un progreso, en suma, consciente de los límites inherentes a la condición humana.

Joaquín Castillo es licenciado y magíster en Letras por la Pontificia Universidad Católica de Chile, donde cursa sus estudios de doctorado en literatura. Es subdirector del IES y editor de Punto y coma.