Columna publicada el domingo 17 de abril de 2022 por El Mercurio.

“En 1905 éramos más felices que hoy; entonces creíamos en un hombre; ahora ya no creemos en ninguno”. Así hablaba Alberto Edwards en 1912, a propósito del Presidente Pedro Montt. La reflexión viene a la mente al pensar en el gobierno actual, y su desgaste acelerado. Hace tan solo un mes, éramos felices, y nos interesaba el menor de los gestos del perro Brownie —qué recuerdos—. Gabriel Boric era como una estrella de cine que derretía a los espectadores. Cinco semanas después, nos preguntamos cuánto falta para el primer cambio de gabinete.

Desde luego, es temprano para sacar conclusiones definitivas. Con todo, la frase de Edwards permite imaginar cuán profunda será la decepción si el oficialismo no corrige drásticamente su rumbo: grandes expectativas alimentan grandes frustraciones. Así, la generación que prometió conducir la salida de nuestra crisis podría terminar agravándola, al no poseer diagnóstico ni herramientas para controlar la agenda política. Para explicar esta situación, es posible distinguir tres factores que horadan inexorablemente la administración de Gabriel Boric.

El primero guarda relación con la dificultad a la hora de construir una coalición política robusta, que pueda sostener al gobierno. El episodio del quinto retiro muestra bien que, en su momento estelar, el ejecutivo no es capaz de ordenar a sus propias bancadas. Los diputados están dispuestos a infligirle una derrota tremenda a su propio gobierno, mientras muchos ministros siguen oficiando de comentaristas. Desde luego, esto se mezcla con la voluntad que tiene el congreso de conservar alguna forma de parlamentarismo de facto, pero el hecho final es que la capacidad de conducción del Ejecutivo —y, de paso, la credibilidad del ministro Marcel— parecen reducidas al mínimo. Si Boric prometía una nueva gobernabilidad, hoy sabemos que se trataba de un espejismo: el presidente no fue capaz de traducir sus cuatro millones seiscientos mil votos en una mínima disciplina parlamentaria. La votación más alta de la historia puede ser también la más inútil: Boric no tuvo más capacidad que Piñera para contener el delirio. Por lo mismo, cabe suponer que no sólo habrá un quinto retiro, sino también un sexto y un séptimo, y así, hasta que no quede un solo peso.

Esto conecta con el segundo factor: en materia de pensiones, el oficialismo está sufriendo una derrota ideológica de proporciones insospechadas. El ministro Jackson podrá repetir una y vez que la popularidad de los retiros se funda en la desconfianza hacia las AFP, pero ese argumento no existe fuera de su cabeza. En efecto, abrir la llave de los retiros fue instalar la idea según la cual los fondos de pensiones son de libre disposición. De allí que el intento por acotar este retiro no tenga destino alguno, tal como ocurrió en la administración anterior. El alcance de esto es colosal. En efecto, es difícil ponerle más dinamita a cualquier sistema de seguridad social, que se funda en el ahorro forzoso. Y, en el origen de la dinamita está… el Frente Amplio. Después de todo, fue Fernando Atria —supuesto crítico despiadado del “neoliberalismo— quien defendió en sede judicial el derecho a disponer de los ahorros previsionales. Más tarde, la izquierda empujó el echar mano a esos fondos, y se opuso luego al cobro de impuestos y a cualquier esfuerzo por limitarlos. Todo esto, con un solo argumento: mi plata es mi plata. Con tal de propinarle una derrota al piñerismo y a las AFP, vendieron todos sus principios. Vaya usted a saber ahora cómo se reforma un sistema de pensiones sobre premisas que harían sonrojar a John Locke. Dado que el mismo Presidente defendió hace pocos meses todas y cada una de estas tesis, carece de toda credibilidad al sostener posturas contrarias. Sobra decir que ninguna de estas piruetas ayudará a revertir la desconfianza profunda en el sistema político: otra promesa incumplida.

El tercer factor guarda relación con la Convención constitucional, que está produciendo un delicado cruce para el gobierno. Así, mientras éste debe ampliar su base de apoyo para recuperar iniciativa política, la Convención ha decidido seguir el camino exactamente inverso: una constitución partisana y refundacional, que no será punto de encuentro sino de división. Por lo mismo, la Convención está en caída libre, aunque sus convencionales se resisten a darse por enterados —esmerados como están en una absurda defensa corporativa que no tiene nada que envidiarle a los senadores—. En este contexto, el gobierno decidió atar su destino al de la Convención, exponiéndose a un riesgo inmenso. Se gane o se pierda el plebiscito, es posible anticipar que este tema será un dolor de cabeza constante para el Presidente: o implementar una Constitución maximalista y cuestionada, o asumir una derrota estrepitosa.

Desde luego, el escenario puede variar, como de hecho ha ocurrido en repetidas ocasiones en los últimos años. Sin embargo, debe constatarse que la paciencia de la ciudadanía es inversamente proporcional a la intensidad de las promesas implícitas en cada candidatura. Gabriel Boric auguraba no sólo un cambio de rostro, sino también un cambio de mundo. La realidad es más prosaica, y seguimos viviendo en el mismo de siempre. Hace cinco semanas, éramos felices, contemplábamos a Brownie. Hoy somos, cuando menos, escépticos.