Columna publicada el jueves 3 de marzo de 2022 por CNN Chile

Desde niño viví rodeado de historias sobre la guerra. Mi bisabuelo robándole el uniforme a un soldado nazi para escapar de un campo de concentración. Caminando hasta Yugoslavia para encontrar de nuevo a su familia. Mi abuela recordando los bombardeos, sus amigos muertos en la calle, una infancia robada por criminales soviéticos y alemanes. 

La guerra no es realidad virtual, ni tampoco es lo que aparenta Instagram o Twitter. No aguanta comparaciones ridículas con el octubre chileno, ni tampoco memes insistentes que olvidan a las personas detrás de la tragedia. Es terriblemente real y dolorosa, y afecta no solo a quienes la experimentan en carne y hueso. Los temores y traumas se heredan y dejan efectos durante varias generaciones. Todavía hay muchos hijos, nietos y bisnietos pagando las consecuencias de los totalitarismos del siglo XX, de los campos de exterminio y del sufrimiento brutal que no alcanza a explicarse con palabras. Nada tiene que ver el dolor con el dolor, decía Enrique Lihn. 

Causa sorpresa que la guerra sorprenda. “¿Cómo siguen pasando estas cosas en pleno siglo XXI?”, se pregunta la mayoría. Somos ingenuos. Creemos que unos cuantos algoritmos nos pueden salvar de la muerte y del olvido. Pensamos que basta con el progreso de la técnica para anular el dolor y el sufrimiento, como si estas no fueran experiencias inherentes a la condición humana. Consideramos que unas cuantas leyes y declaraciones internacionales tienen la capacidad de librarnos para siempre del horror de las guerras. 

No contamos con que muchos de esos conflictos se incuban en los espacios más recónditos del alma humana, en esos lugares que el hombre contemporáneo abandonó creyendo que era posible ser feliz prescindiendo de cualquier consideración con olor a atadura y pasado. No contamos con que una sociedad que cree que los cambios dependen de la pura voluntad está condenada a terminar imponiéndolos por la fuerza. Tampoco contamos con que una humanidad que recibe la tecnología como si solo fuera avance no alcanza a percibir los problemas que generan sus propias creaciones. Mary Shelley lo advirtió hace más de dos siglos, pero seguimos prefiriendo no escuchar. 

“A nosotros no nos pasará”. “Somos más modernos que quienes nos precedieron” (y, por ende, mejores). “Es imposible repetir los errores de nuestros padres y abuelos”. “¿Cómo pudieron equivocarse tanto?”. Estos son los mantras de quienes vivimos y crecimos en la estabilidad económica, política y social de los últimos 30 años. Generaciones de ingenuos que creemos tener la prosperidad y la paz asegurada. No importan las decisiones contingentes que tomemos: el camino hacia el progreso está trazado y no hay nada que pueda detenerlo. Seremos Finlandia a como dé lugar; lograremos el desarrollo aunque emprendamos proyectos que han fracasado en todo el mundo. Desprecio de la historia por donde se le mire, abuso de futuro, indolencia del presente. No hay pandemia, guerra ni estallido que nos pueda parar; somos hijos de un avance irrefrenable que solo se detendrá cuando nosotros lo decidamos.   

Pero es triste, pues ni siquiera somos los primeros en caer en esta ingenuidad de creer que el porvenir siempre será mejor que el presente. Muchos de quienes vivieron la Primera Guerra Mundial consideraban que el conflicto podía ser una oportunidad para hacer mejor al hombre y permitirle alcanzar los ideales modernos. Todo se derrumbó en la desolación de las trincheras, en la locura y la brutalidad de una guerra que era solo el preludio de la gran tragedia que ocurriría 25 años más tarde. 17 millones de muertos. Casi todo Chile. Cuando la Primera Guerra Mundial acababa, vino la gripe española. Esto terminó de derribar la moral de Europa. 50 millones de muertos. Vuelta a la realidad: no hay futuro asegurado. 

El pensador alemán Walter Benjamin escribe sobre esto en un texto desgarrador titulado “Experiencia y pobreza”, que debería interpelar a todos los ingenuos de nuestros tiempos. Según Benjamin, la generación de las trincheras “se encontró, de golpe, indefensa en un paisaje en el que todo había cambiado menos las nubes y en cuyo centro, en un campo de fuerzas martilleado por las explosiones e inundado por ríos de destrucción, estaba el diminuto y frágil cuerpo humano”.

Aunque la guerra ocurra a miles de kilómetros de distancia, debería hacernos reflexionar sobre la fragilidad de nuestro orden social y los límites de la idea de progreso. Avanzamos, es cierto, pero también retrocedemos. No todo aquello que es percibido como avance significa necesariamente una mejora. Para progresar, muchas veces es fundamental detenerse y retroceder. Y eso implica mirar atrás no solo para juzgar críticamente a quienes nos antecedieron, sino que también para rescatar, valorar, cuidar y aprender. 

En Chile estamos cooptados por un presentismo peligroso, un corto plazo que imagina un futuro inmóvil, que inevitablemente será mejor que lo que ya tenemos. Influidos por una retórica que concibe el pasado como pura opresión, dimos vuelta la página de la historia sin conocerla. Nos quedamos con la interpretación baraditiana de la realidad, fanática en juzgar con las categorías actuales a hombres y mujeres que estaban muy lejos de conocerlas.   

Hay que temerle a la Historia. Respetarla. No se repite, pero rima. Las guerras ocurren, aunque sea el siglo XXI, el XXII o el XXIII. Las refundaciones y revanchas siempre terminan mal, a pesar de que quieran convencernos de que ahora sí resultará. Los maximalismos no construyen países, sino facciones en permanentes –y a veces sangrientas– disputas por el poder. Unas élites se van, otras llegan a reemplazarlas. Y nada asegura que las nuevas sean mejores que las anteriores. Por eso las constituciones se conciben como herramientas que limitan el poder sin importar quienes lo tengan en sus manos. Pero debemos ser cautelosos con las leyes: digan lo que digan, nunca serán suficientes para evitar muchos de los males que permanecen en los seres humanos. 

Desde niño viví rodeado de historias sobre la guerra. Mi abuela escondiéndose de soldados ebrios y enloquecidos que llegaban a su pueblo y fusilaban familias completas al azar. Mi bisabuela muriendo de un cáncer fulminante, esperando el barco que le permitiera a ella y su familia escapar de una Europa destruida. Mi bisabuelo viejo, en sus últimos días, sentado en un rincón de su casa en Buin, imaginando que entraban soldados nazis para llevárselo de nuevo al campo de concentración. Vuelta a la realidad: no hay futuro asegurado.