Columna publicada el domingo 20 de marzo de 2022 por El Mercurio.

Si alguna lección podemos deducir de la primera semana de gobierno es la extrema fugacidad de los momentos políticos. El viernes 11 todo era alegría, esperanza y fiesta; y una semana después, la dura y porfiada realidad ya había vuelto por sus fueros. Desde luego, es demasiado temprano para sacar conclusiones definitivas, pero la magia inicial parece haberse esfumado en cuestión de horas.

Ahora bien, el desafío del Gobierno pasa, evidentemente, por realizar la lectura correcta de los entuertos y trabajar luego un diagnóstico pertinente. Cabe recordar que los tropiezos fueron fruto de errores propios, sin que la oposición jugara el menor papel. La respuesta natural será, desde luego, atribuir todos los problemas a la juventud. “Vamos a cometer muchos errores”, aseveró la ministra Vallejo, como pidiendo comprensión para un grupo de jóvenes inexpertos. En esa lógica, los yerros se irán superando con el paso del tiempo: el argumento es particularmente tentador, pues permite ahorrarse cualquier autocrítica profunda. Sin embargo, constituye la más peligrosa de las ilusiones para los nuevos inquilinos de Palacio, pues no agota, ni de lejos, el problema central. En efecto, lo ocurrido estos días revela un hecho mucho más profundo y más incómodo: la falta de auténtico proyecto político del Frente Amplio (FA).

La generación frenteamplista tuvo muchísimo talento a la hora de impugnar, criticar y protestar desde los márgenes del poder. En ese registro, fueron insuperables. Empero, nunca quisieron elaborar un proyecto que excediera la cuestión generacional, cuestión que los habría obligado a moderar sus críticas a los gobiernos anteriores, y perder así todo atractivo. Debe constatarse, entonces, que el oficialismo posee evidentes fortalezas en el plano simbólico, pero no tiene la menor idea de cómo transformar aquello en política. Sebastián Piñera enfrentó el mismo problema desde el polo opuesto, ya que nunca logró traducir la técnica en política. El FA podrá apilar consignas más o menos gastadas, repetir hasta el hartazgo la indigesta fraseología posmoderna y apelar a todas las interseccionalidades posibles, pero —lamentablemente— nada de eso constituye un proyecto.

Es curioso, pero la generación política que más vertiginosamente ha llegado al poder en nuestra historia no tiene mayor reflexión sobre el asunto del poder. No es lo mismo presidir la FECh que el Estado de Chile. Si al Presidente le molestó tal o cual invitado a una ceremonia (como fue el caso con el cardenal Ezzati) debe guardar silencio, pues no le corresponde dictar sentencia sumaria contra nadie: hoy, Gabriel Boric tiene bastante más poder que un cardenal. Por más que le pese, él encarna y representa al poder, y no es posible cuestionarlo todo desde ese lugar sin horadar la propia legitimidad. En el caso de los presos políticos, la dificultad se hace aún más evidente. Es normal, y esperable, que desde la calle se denuncie la existencia de presos políticos, pero ministros de Estado no pueden afirmarlo como si fueran meros comentaristas deportivos, salvo que quieran entrar en conflicto abierto con los jueces. Pero, ¿qué tan razonable puede ser buscar ese enfrentamiento en esta etapa?

En rigor, el Presidente se encuentra en una disyuntiva que se precipitó dramáticamente. Dado que su mundo carece de proyecto, se verá obligado a escoger entre las dos alternativas disponibles. Por un lado, el proyecto de izquierda radical, propugnado por el PC; y, por otro, el socialdemócrata, defendido por el PS. El primero supone agudizar los conflictos, perpetuar el octubrismo y concentrar el máximo de poder posible para impulsar de una buena vez las transformaciones. Es una vía que no teme acercarse a ciertas formas de autoritarismo, pues no cree en los contrapesos democráticos —si alguien tiene dudas, la Convención Constitucional ofrece buenas ilustraciones casi todos los días—. Así debe entenderse el “manual” que la ministra del Interior quiere entregar a los medios —para que estos informen como el Gobierno quiere que informen, era que no—, o las acerbas críticas a la prensa de la flamante directora del CNTV, Faride Zerán. Se trata de una alternativa compleja, en parte porque el mismo Boric nunca ha estado convencido de ella, y en parte porque supone encerrar al Gobierno en una evidente minoría política y parlamentaria. El segundo camino, la socialdemocracia, es duro, en la medida en que implica negar la propia historia: una montaña de movilizaciones habrá parido un ratón reformista.

Por cierto, el Frente Amplio quisiera encontrar una síntesis equidistante de estas alternativas, que le permitiera conservar su identidad. No obstante, ese espacio no existe y, en cualquier caso, nunca se intentó formular seriamente. Si esta generación supuso que el carisma y la juventud bastaban para suplir esos silencios, cometió un error colosal. Peor, podría desperdiciar en pocos meses la situación más propicia que la izquierda ha tenido en dos siglos.

El Presidente Boric ha manifestado en repetidas ocasiones su admiración por Salvador Allende. Supongo que no ignora que, al no definirse nunca entre proyectos incompatibles, el gobierno de la Unidad Popular se condenó a la total esterilidad política. Cabe notar, eso sí, una diferencia. Allende debió enfrentar ese dilema un año después de su elección, y nada indica que Boric pueda disponer de ese plazo, que corresponde a otros tiempos.