Columna publicada el jueves 10 de marzo de 2022 por El Líbero.

Cae el telón del segundo gobierno de Sebastián Piñera. Un cierre que seguro pensaban distinto en Chile Vamos: al inicio de este periodo se proyectaban a lo menos ocho años de victorias para la derecha. La historia estuvo lejos de ser así, y la posibilidad de un triunfo futuro pareciera ser cada vez más improbable para el sector, chantado entre trifulcas internas, falta de renovación y de claridad política. Nada indica que ese triunfo futuro sea deseable, a menos que el sector inicie un proceso de introspección para pensar el país en que se desarrolla, sus cambios sociológicos y políticos y, sobre todo, pensarse a sí mismo. Este es el primer paso en cualquier proceso de regeneración virtuosa: enfrentar el peso de las propias dudas, plantearlas en toda su magnitud y buscar respuestas, aunque estas sacudan los cimientos de su ideario.

En ese plano, el final de este gobierno plantea varias interrogantes. Es cierto, por una parte, que la derecha gobernó en condiciones hostiles, tanto por condiciones externas como internas, las que incluyen una oposición a ratos desleal, que, por ejemplo, presentó acusaciones constitucionales a diestra y siniestra desde el inicio del mandato. Pero ¿se puede imputar íntegramente el fracaso de Chile Vamos a la oposición? ¿No cabe, por ejemplo, una autocrítica en el proceso de selección de Piñera como candidato y su posterior gestión? ¿No se encandiló también el mandatario con su rotundo triunfo en la segunda vuelta ante un desganado Alejandro Guillier? Pero, ¿era posible hacer un gobierno muy distinto del que tuvimos si nunca hubo auténtica hoja de ruta? ¿Era posible gobernar bien sin reconocer el malestar que distintos instrumentos mostraban año tras año? ¿Cuánta responsabilidad le cabe a una coalición precaria, que no pudo dar soporte a un presidente a veces desorientado? ¿Son las dificultades de Piñera la única causa del mal sabor que deja este gobierno o en parte se debe a partidos débiles, petrificados, sosos? Las preguntas, como puede verse, están conectadas entre sí y podrían multiplicarse al infinito.

Otro aspecto para indagar radica en las varias derrotas electorales. Imagino que son síntoma de algo más profundo. ¿Se preparó bien el trabajo territorial y electoral para la Convención? ¿Hubo un despliegue de buen nivel en lo municipal? ¿No se miraron en menos las elecciones de gobernadores regionales? ¿Hubo acaso exceso de confianza? ¿No debiera ser motivo de preocupación que solo se haya obtenido un gobernador en todo el país? Incluso más allá de lo electoral, ¿había algo que ofrecer a la ciudadanía? ¿Había proyecto político, conexión, o al menos una mirada respecto de hacia dónde ir? ¿Se pensó en la multitud de problemas a los que estábamos enfrentados en clave sociológica y no solo como un esfuerzo de marketing?

Pero hay todavía un lugar más relevante al que mirar, donde probablemente radica gran parte del extravío de la centroderecha. No ha visto o no ha querido ver los profundos cambios que ha experimentado el país en los últimos 30 años. Esto remite, entre muchos otros factores, a la modificación en las expectativas, la creciente sensación de abusos, la manera de relacionarse con el poder, la articulación del Estado con las realidades locales, y así. En definitiva, ¿hay alguna conciencia de la crisis existencial en la que se encuentra el país? ¿Alguna idea respecto de qué genera tal malestar en la población, a pesar de los evidentes éxitos de la transición? ¿Cuenta la derecha con una interpretación histórica medianamente acabada de los últimos 60 años? ¿Cómo generar contacto entre las ideas y las realidades, y ofrecer un proyecto político a la altura? ¿Cómo romper la yunta entre poder económico y político que muchas veces se produce en la derecha?

Estos son solo ejemplos de las preguntas indispensables si se quiere iniciar un proceso honesto de introspección.  Se trata de un camino de reparación interna para dar respuesta a los problemas cada vez más acuciantes por los que pasa Chile. Después de todo, de nada sirve gobernar si no se hace por los motivos correctos. Y esa tarea, sabemos, no admite atajo alguno.