Columna publicada el domingo 6 de marzo de 2022 por El Mercurio.

A pocas semanas de que la Convención Constitucional le proponga un texto al país, puede resultar útil echar una mirada sobre las razones que, en su momento, se esgrimieron para defender la imperiosa necesidad del proceso. El ejercicio resulta indispensable porque ellas constituyen el estándar mínimo para medir el trabajo del órgano constituyente: saber si estamos resolviendo —o no— las dificultades que nos trajeron hasta acá.

Me parece que hay dos argumentos centrales en la crítica al texto de la transición. Cada uno de ellos tiene múltiples ramificaciones, pero es posible sintetizarlos del modo siguiente. En primer término, dicho texto nunca habría logrado que todos los sectores lo sintieran propio. En otras palabras, la Carta Magna no habría logrado concitar lealtad constitucional, y por eso cayó el 12 de noviembre, al ser desahuciada por la centroizquierda. El segundo argumento veía en los contrapesos institucionales una restricción a la democracia. Así, la Constitución era vista como la imposición de un programa específico, a través de mecanismos antidemocráticos. Ambos razonamientos son discutibles por más de un motivo, pero tal fue la lectura que se impuso y que, al converger con la crisis de octubre, dio origen al momento constituyente.

Si los argumentos fueron formulados de modo honesto, entonces el principal desafío de la Convención consiste en superar dichos escollos —de lo contrario, estaríamos dando vueltas en círculos—. Sin embargo, no es seguro que avancemos en la dirección correcta. Respecto del primer punto, y como han reconocido convencionales de izquierda, la derecha ha sido deliberadamente excluida de las discusiones relevantes. Esto tiene un corolario evidente: será cuando menos difícil que sus distintas vertientes puedan, en el futuro, considerar a esta constitución como propia. Dado que se trata de un sector que representa al menos al 40% del país, y que ha ganado dos de las últimas cuatro elecciones presidenciales, cabe preguntarse dónde diablos se extravió el problema de la lealtad constitucional.

Ahora bien, este veto arranca de una convicción previa: para muchos, la derecha carece de toda legitimidad. El dato es preocupante, porque la democracia arranca del re-conocimiento de la existencia del otro. No es difícil aceptar a quienes piensan parecido, lo difícil —y realmente valioso— es integrar a quienes piensan distinto; y de allí que el discurso en torno a la diversidad sea cada vez más orwelliano. El esfuerzo por anular a la derecha supone que ella no tiene nada relevante que decir, porque sólo estaría defendiendo intereses. “La derecha es la posición de los privilegiados”, escribió alguna vez el schmittiano Fernando Atria; y, en esa lógica, no hay conversación posible: su único lugar legítimo son los basureros de la historia. Sin embargo, el ejercicio de escribir una Constitución legítima y legitimada en el tiempo supone que allí quepamos todos. Aquello no es posible si una mayoría circunstancial deja debajo de la mesa a la minoría. En lugar de abrirse, la Convención se ha ido encerrando en sí misma, hasta convertirse en una curiosa cámara de eco, una nueva elite desconectada —y no necesitábamos más—. Todo esto también vale, en grado menor, para las izquierdas no identitarias, que tampoco encuentran demasiado espacio en la Convención.

Estas reflexiones nos conducen al segundo defecto de la Constitución vigente (no permitir la deliberación democrática). Y encontramos una situación análoga, pues dicha dificultad se está repitiendo. Baste pensar en el modo en quedó aprobado el aborto en comisión, que omite la existencia de una diferencia profunda; o la manera en que los cupos indígenas podrían convertirse en el equivalente contemporáneo de los senadores designados (una vía para impedir el ejercicio de mayorías electorales). Hace algunos años, Jaime Bassa decía que una Constitución “no puede llegar al absurdo de cercenar la deliberación, identificándose con una de las concepciones de sociedad en disputa”, y no es una mala descripción de lo que está ocurriendo. Asumo que, en esta oportunidad, su denuncia no tendrá menos fuerza.

Es paradójico, pero la Convención ha sido capturada por una extraña lógica mimética: los pecados que se le atribuyen al texto actual están siendo replicados y, a veces, acentuados. En el fondo, y por más que pese, muchos están construyendo una Constitución desde las mismas categorías que empleara Jaime Guzmán hace décadas: una democracia protegida. Es, quizás, el mayor triunfo del fundador de la UDI: la nueva izquierda piensa y opera como él, no puede librarse de él. Cabe agregar, eso sí, algunas consideraciones. Por un lado, Guzmán operó en un contexto de Guerra Fría, que ya no existe. Si el gremialista temía (con buenas o malas razones) el marxismo, ¿qué temor de las nuevas generaciones podría justificar una Constitución de esta naturaleza? Además, ¿qué hito podría cumplir el papel del plebiscito de 1989 en ese contexto? Con todo, la dificultad principal pasa por la relación con el pasado: el espíritu de revancha que predomina no remite al Chile actual y, de hecho, se aleja cada vez más del malestar manifestado en octubre. ¿Por qué atar tan metódicamente el nuevo ciclo a 1973? ¿Acaso es imposible liberarnos de sus fantasmas? ¿Trabaja la Convención para el polvo y para el viento?