Columna publicada el lunes 7 de febrero de 2022 por La Segunda.

“No estamos en 1810, no tenemos que fundar ni refundar Chile, tenemos que mejorarlo”. Esta lúcida advertencia de Agustín Squella resume el dilema de una Convención plagada de facciones que parecen soñar con un nuevo orden sin Senado ni jueces independientes; sin tratados comerciales ni exportaciones, y así. Con otro país, no con uno mejor.

El fenómeno es paradójico. Uno de los principales reparos contra la Carta vigente es que, en su génesis, fue creada en dictadura y no como fruto del diálogo democrático. Pues bien, esta objeción implica un rechazo al legado autoritario, pero también el reconocimiento de que las constituciones –como todo pacto político– exigen acuerdos que las sustenten. Luego, si el texto que emane de la Convención carece de una amplia base de apoyo, podría correr peligro su aprobación en el plebiscito y, en cualquier caso, su perdurabilidad futura. Facilitarla es el sentido último del cuórum de dos tercios (y quizás por eso costó tanto defenderlo: la estabilidad pugna con la asamblea permanente).

Los primeros interesados en recordar todo esto deberían ser los constituyentes que exhortan a “cuidar” o “defender” el proceso, como si el problema fuera la crítica (indispensable) al poder que detentan y no sus propios excesos. En rigor, hoy se necesita mucho diálogo y, por tanto, liderazgos  receptivos, capaces de articularlo; convencionales con sentido de Estado y movidos por la responsabilidad, como subrayó Patricio Zapata en una entrevista reciente.

La gran duda es si aquellos grupos que —se supone— podrían favorecer agendas transversales lograrán superar sus propios maximalismos. Por mencionar sólo un ejemplo relevante, en el libro “La Constitución que queremos” (LOM, 2020) Jaime Bassa afirma que “todo ordenamiento jurídico es el resultado de una decisión política” (Carl Schmitt estaría orgulloso de esa idea); que “la cuestión constitucional no se soluciona con una nueva Constitución política del Estado, sino que con una nueva Constitución política de la sociedad” (como si esto fuera posible sin ejercer violencia); y que urgen “espacios de reivindicación y resistencia configurados al margen de la institucionalidad vigente” (vaya a saber uno en qué consisten tales espacios). Si estas lógicas persisten, el órgano constituyente difícilmente detendrá la borrachera en curso.

En medio de la II Guerra Mundial, el general de la Wehrmacht Heinz Guderian sostenía un lema que, traducido al español, sería algo así como “ve a lo grande”, “no hagas nada de forma gradual”. Con ese espíritu acorraló a las fuerzas aliadas en las Ardenas; sin embargo, ya sabemos cómo terminó esa historia. A la larga, incluso el voluntarismo político más poderoso colapsa. Ojalá más temprano que tarde en nuestro caso.