Columna escrita por Claudio Alvarado y Daniel Mansuy y publicada el lunes 14 de febrero de 2022 por Ex-Ante.

El insólito presidencialismo unicameral aprobado hasta ahora en la comisión de sistema político de la Convención exige recordar algunos criterios que pueden ayudar a orientar este debate. En primer lugar, y como muchas voces lo han señalado, acá se requiere una visión de conjunto. Al articular las relaciones entre Ejecutivo y Legislativo —piedra angular del sistema—, necesariamente debe considerarse la regulación de los partidos políticos y el sistema electoral; y viceversa.

Lo anterior supone conjugar del mejor modo posible los diversos propósitos en juego. Es verdad, por ejemplo, que necesitamos gobiernos más eficaces y, por tanto, favorecer las mayorías legislativas, pero también es cierto que urge proteger un adecuado equilibrio de poderes. Si alguien lo duda, basta revisar someramente las iniciativas en materia judicial conocidas en las últimas semanas. En términos simples, no hay un único objetivo a perseguir. Hay que propiciar gobiernos fuertes, desconcentrar el poder, acercar la política a la ciudadanía, disminuir al máximo los riesgos de una nueva crisis, y así.

Con todo, pocas cosas son tan importantes como la reconstrucción de un orden político legítimo. Esto seguramente permite explicar la sensata mantención de la forma presidencial de gobierno. Existe una creciente conciencia del arraigo de esta institución en nuestra población, la que —tal como han sugerido diversos exponentes— en Chile pareciera confundirse con nuestra propia tradición democrática. Por lo demás, en un contexto de fuerte desconfianza a las élites y, en particular, a las cúpulas partidarias, es de toda lógica continuar con la votación popular directa de un Presidente que es jefe de gobierno y jefe de Estado.

En efecto, sujetar el gobierno a la confianza del Congreso (lo propio de los modelos híbridos) o trasladar su designación a los parlamentarios (lo propio del parlamentarismo) hoy no sólo generaría nuevos conflictos, sino que sería sencillamente incomprensible para la ciudadanía.

Hay, asimismo, otro motivo adicional para mantener el presidencialismo: la segunda vuelta es un incentivo a la moderación, como puede apreciarse al comparar los énfasis de Gabriel Boric entre la primera vuelta y el balotaje (y para qué decir si comparamos estos últimos con las actitudes maximalistas de ciertos convencionales).

En este escenario, la pregunta central es cuáles son las reformas coherentes con la consolidación de un nuevo presidencialismo y cuáles, en cambio, aquellas que serían contraproducentes a la luz de la experiencia interna o comparada. Entre los cambios deseables, o al menos plausibles, asoman una vicepresidencia debidamente regulada (basta pensar en Estados Unidos); trasladar la elección de los parlamentarios para la fecha del balotaje presidencial (lo que favorece las mayorías parlamentarias); fortalecer las capacidades técnicas del Congreso (los propios excesos de la Convención confirman el punto); fijar un umbral mínimo de representación parlamentaria (el caso alemán es paradigmático); y establecer las bases de un sistema electoral diferente, que contribuya a disminuir la fragmentación imperante.

Entre las modificaciones inconvenientes, en cambio, destaca la posible dilución del veto presidencial, así como también la eventual supresión del Senado. Sin veto, el Presidente correría el riesgo de convertirse en el siervo de la cámara baja, como lo advirtieron tempranamente los autores de El federalista: debilitar el veto supone aprobar un régimen que, en los hechos, sería parlamentario.

Por otro lado, eliminar el Senado implica perder un contrapeso fundamental en un país tan centralista como el nuestro —las regiones extremas son irrelevantes en una cámara única—, además de un punto de equilibrio indispensable en un sistema presidencial.

Si la Convención, a falta de una conducción política digna de ese nombre, termina aprobando un régimen cuyas partes sean incoherentes entre sí, sólo agravaremos nuestra crisis. Necesitamos un nuevo presidencialismo que nos ayude a salir de ella, no un híbrido que —tal como ha ocurrido en países como Perú— la profundice aún más.