Columna publicada el lunes 28 de febrero de 2022 por La Segunda.

El Acuerdo de noviembre surgió como una salida institucional a la peor crisis del Chile posdictadura. Fue, en parte, un triunfo de las izquierdas, que impusieron su diagnóstico ante un Ejecutivo incapaz de encauzar el estallido. Pero fue también una promesa de gobernabilidad, estabilidad y relegitimación a partir de un pacto político transversal. La articulación de la casa de todas y todos, según dijera Patricio Zapata.

Es justamente esa promesa la que están pulverizando quienes conducen la Convención. Porque, más allá de ajustes elementales (como las normas sobre expropiación), sigue avanzando una planificación global a gran escala. Esta incluye —entre múltiples innovaciones— una nueva forma jurídica del Estado, con aroma de separatismo indígena; y un nuevo sistema político, que diluye el veto presidencial, debilita los partidos y elimina al Senado bicentenario; el mismo que presidieron Allende, Frei, Aylwin y Valdés. Se trata, en suma, de transformar al poder legislativo en la prolongación de la Convención. 

De no mediar un milagro, el plebiscito será una batalla en torno a la refundación de Chile, cuyo único resultado cierto es la división del país. ¿Por qué estirar el elástico —cual Piñera— hasta el límite? Jadue perdió la primaria, JAK ganó la primera vuelta, Gabriel Boric tuvo que realizar un giro significativo de cara al balotaje; en fin, el Congreso quedó empatado. ¿Por qué renunciar a una visión de conjunto y apostar al todo o nada?

Parte de la respuesta es la excéntrica composición de la Convención, donde las listas independientes y de pueblos originarios generaron una inédita sobre representación de las izquierdas. Ellas pueden hacer como que no existen el centro y la derecha, aunque en todas las votaciones previas y posteriores alcanzan el 40% o más.

La otra parte del asunto son las convicciones que predominan en el PC y el Frente Amplio, llamados a conducir el proceso. Los ejemplos abundan. Hugo Gutiérrez señaló pocos días atrás que vivimos “el destape que nunca tuvimos y el inicio de la transición democrática que siempre esperamos”. Fernando Atria sostiene hace años que “un proceso constituyente es un proceso de acumulación de poder político”. Esto es: de acumulación de fuerzas, hasta —vaya paradoja— instalar por vía constitucional lo que jamás se habría obtenido de otro modo.

Es revelador el contraste con el padre de la nueva democracia, Patricio Aylwin, quien en marzo de 1990 advertía que “en nuestro empeño, debemos evitar también la tentación de querer rehacerlo todo, de empezar todo de nuevo, como si nada de lo existente mereciera ser conservado”. Ojalá la Convención rectifique y no nos veamos obligados, como Aylwin, a decir que No con un lápiz y un papel en defensa de nuestra república.