Columna publicada el jueves 17 de febrero de 2022 por CNN Chile.

Aunque a propósito de los últimos problemas en el norte han estado interpelando a la izquierda, el gobierno de Sebastián Piñera tiene una cuota importante de responsabilidad en el manejo de la crisis migratoria. Es cierto que este tipo de fenómenos exceden la capacidad de los Estados nacionales para resolverlos, pero la improvisación en varias medidas, el abandono a chilenos y extranjeros y la falta de manejo político (y comunicacional) en la materia se han convertido en casi una costumbre para la actual administración.

Ejemplos recientes de los problemas del Ejecutivo son la intempestiva renuncia del Canciller Andrés Allamand en plena crisis y los dimes y diretes entre el Director de Extranjería Álvaro Bellolio y la oposición durante los últimos días. A esto habría que sumarle, además, la improvisada declaración de estado de excepción que, más allá de su pertinencia puntual, es una mera reacción a presiones circunstanciales, sin que haya detrás ningún plan exhaustivo. Así, todo indica que la crisis seguirá escalando en magnitud, en una materia que, como muestran varios estudios, inquieta significativamente a los chilenos.   

Nada de esto es nuevo. A pesar de la aprobación de la ley de migración, el gobierno siempre tuvo dificultades a la hora de enfrentar el fenómeno. Basta recordar, entre muchas otras cosas, las ambigüedades con el Pacto Migratorio de la ONU –nunca fueron capaces de explicar su posición con claridad–, la falta de herramientas para enfrentar el debate sobre el llamado “derecho humano a inmigrar”, las constantes disputas con las organizaciones de la sociedad civil que trabajan con migrantes y las numerosas expulsiones televisadas.

Ahora bien, todas esas deficiencias deben servir como llamado de alerta para el gobierno entrante. No hay dudas de que el desafío para Gabriel Boric y sus ministros será titánico. Y esto se debe no solo a la tragedia humanitaria que se vive en el norte del país –la muerte del camionero en Antofagasta fue realmente brutal– o a las dificultades que se arrastran de gobiernos anteriores, sino también a las tensiones de su propia aproximación al fenómeno migratorio. Dicho en simple, el actual Ejecutivo no es el único con problemas para lidiar con esta realidad.

Mientras la derecha ha abordado con una mirada estrecha esta crisis, la izquierda lleva varios años obnubilada por los discursos cosmopolitas que apelan a lemas tan difundidos como indefinidos como el “derecho humano a inmigrar” y la apertura de fronteras. De ahí los ya consabidos eslóganes que afirman que “nadie es ilegal” y “todos somos migrantes”. El problema es que esta aproximación ha provocado que para amplios sectores de la actual oposición la migración se reduzca a un asunto moral que permite dividir el mundo entre buenos (quienes apoyan la libre entrada de extranjeros) y malos (quienes tienen aprensiones con ella). De este modo, los reparos se suelen atribuir a un supuesto racismo o ignorancia de chilenos que no son capaces de abrirse a todas las bondades que la inmigración trae al país.

Es indudable que el racismo y la xenofobia existen, como prueban los ataques a migrantes en el norte, pero esta no es ni de lejos la única explicación a los problemas que genera el fenómeno migratorio. Es más, reducir todas las dificultades a estos asuntos impide percibir y resolver las tensiones reales que genera la entrada masiva de extranjeros en múltiples dimensiones de la vida social, como vivienda, salud y seguridad.

Para notar los problemas que puede provocar esta aproximación, basta recordar algunas propuestas del Gabriel Boric de la primera vuelta. En un principio, el Presidente electo planteaba una política de puertas abiertas, que incluía, entre otras cosas, establecer la regularización por arraigo al primer año de permanencia irregular, abrir un proceso de regularización extraordinario para todos los indocumentados y crear un programa de acceso universal a derechos y servicios sociales independiente de la situación administrativa de los inmigrantes.

Aunque con el triunfo de José Antonio Kast en la primera vuelta –y con el recrudecimiento de los problemas en el norte– los discursos favorables a la apertura de fronteras se matizaron bastante y las propuestas más radicales desaparecieron del programa sin explicación alguna, nada indica que detrás de esas estrategias haya habido un trabajo comprensivo que se traduzca en una mejor aproximación al fenómeno.

Por lo mismo, no es difícil sospechar las divergencias que surgirán al interior del gobierno en torno al tema migratorio, y su inminente comienzo hace surgir diversas preguntas: ¿Se impondrán las visiones que abundan en la izquierda, o primará el pragmatismo estratégico de la segunda vuelta? ¿Será el Presidente electo capaz de conducir a su coalición hacia una visión más realista de la migración, o seguirán presos de una retórica de eslóganes bienintencionados? Cuando inevitablemente el gobierno tenga que hacer deportaciones y expulsiones, ¿contará con el respaldo de su coalición y de las organizaciones que trabajan con migrantes? ¿Cómo justificará estas decisiones si los partidos que lo apoyan llevan años defendiendo la existencia de un supuesto “derecho humano a inmigrar”? ¿Cómo compatibilizará el gobierno las tensiones que puede generar la promoción de este derecho con la intención de construir un Estado de bienestar? ¿Tendrá Izkia Siches la habilidad política suficiente para hacerse cargo de los múltiples frentes que abre el fenómeno migratorio al interior de la izquierda, o será todo culpa del gobierno anterior? ¿Son conscientes de que el diálogo tanto con inmigrantes como con chilenos es una herramienta limitada? ¿Qué hará el próximo gobierno si le toca utilizar la legítima fuerza del Estado para asegurar la paz social en el norte –y en el sur– del país? ¿Cómo justificarán su uso después de tantos años denostándola?

Los problemas que tuvo –y tiene– la administración de Sebastián Piñera respecto del tema migratorio no son muy distintos de los que enfrentará Gabriel Boric. La diferencia está en la aproximación de ambos: mientras Piñera siempre jugó con las ambigüedades que permitía el discurso de “migración ordenada, segura y regular”, apoyando o rechazando la inmigración según lo que convenía en el momento, el mundo de Boric ha estado preso de categorías que le impiden dimensionar en toda su magnitud las dificultades reales que provoca la inmigración.

Sin embargo, ambas posiciones se sostienen en la ilusión de que en nuestro país existe algo así como un aparato estatal legitimado y robusto, capaz de resolver estos problemas creando nuevas divisiones y moviendo presupuestos. La persistencia ciega de creer que esto es un asunto netamente de voluntad estatal –algo que abunda tanto en el gobierno actual como en el próximo– olvida con demasiada facilidad que a quien le exigimos soluciones en este tema es al mismo Estado precario, incapaz de controlar el orden público y que no da abasto en muchas dimensiones de la vida social. No nos debiera sorprender, entonces, el abandono del Estado a los inmigrantes y a los chilenos que interactúan con ellos, pues es la consecuencia natural de posiciones que se presentan como antagónicas pero que descansan en una premisa similar: pensar en el aparato estatal como un ente abstracto con mucha más capacidad de la que en realidad tiene.

Y esa es la verdadera tragedia, porque en los lugares de conflicto ese aparato estatal débil y lejano no va a ser reemplazado por cooperativas, juntas de vecinos o actorías, sino que por monstruos difíciles de domar, que aplastan a los más débiles y crean sus propias reglas, como el narcotráfico, el crimen organizado o las redes de tratas de personas. Por el bien de inmigrantes y chilenos, esperemos que todavía esté en nuestras manos escapar de ese triste destino.