Columna publicada el domingo 6 de febrero de 2022 por El Mercurio.

“Vamos a ir primero por La Escondida”. Con esas palabras, la convencional Ivanna Olivares quiso dar cuenta del significado de la norma —aprobada en general en comisión— que nacionaliza las concesiones mineras. Además, según ella, esto permitiría nacionalizar el litio, y “construir autos como en Bolivia” (sic). La misma comisión aprobó la reversión de todas las concesiones de agua —que afectaría a miles de agricultores—, la salida de Chile del Ciadi y la revisión de los tratados de libre comercio. Otra comisión votó que los jueces podrán ser removidos por un grupo de personas elegidas a dedo por el primer mandatario (algo así como una antesala del chavismo). En lo político, fue aprobado un presidencialismo unicameral, combinación que cualquier estudiante de ciencia política sabe que solo funciona en la mente de los convencionales (y, claro, en Venezuela). Se ha propuesto también un Consejo de medios, el fin de la educación subvencionada y —siempre es posible ser más creativo— una amnistía para todos los delitos vinculados a la protesta social cometidos desde octubre de 2019 hasta el plebiscito de salida. La lista de ideas de este tipo que circulan en la Convención podría seguir, y sería larga: muchos convencionales están convencidos de que la Carta Magna es el mejor lugar para plasmar todos y cada uno de sus deseos personales.

Ahora bien, frente a esta escena, es de buen tono llamar a la calma y recordar que nada ha sido ratificado. En efecto, las normas solo deben pasar por los dos tercios del pleno. No habría, entonces, nada de qué preocuparse, pues dicha instancia se encargará de “limpiar” la nueva Constitución de las iniciativas menos felices. El argumento funciona bien por un costado: aún no hay nada votado a firme y los dos tercios son exigentes. Sin embargo, falla gravemente por otro costado: sería absurdo no manifestar desde ya inquietud frente a algunas ideas, por más que les falte camino. En esa lógica, solo podríamos quejarnos una vez que la sangre haya llegado al río, y, por ahora, solo esperar. Amén.

En rigor, la legitimidad es algo muy delicado, que se construye en el proceso. Tal como se nos dijo durante tanto tiempo, acá no vale solo el resultado, sino también la calidad de la deliberación, y el problema no es comunicacional. Debe sumarse, además, otro factor: a la Convención no le sobra el tiempo. En ese sentido, resulta cuando menos curioso que se deba gastar en vetar malas normas, que producirán inevitable ruido. En cualquier caso, lo relevante es que se está empezando a dibujar una dirección: es muy posible que el texto final tenga bastante de refundacional y de revancha. El ambiente dominante viene dado por el peso —desproporcionado— que adquirió una izquierda muy dura, articulada en torno al PC, los escaños reservados y la ex Lista del pueblo. En esos grupos habita una voluntad muy radical de inventar el país a través de la Constitución, como si un papel pudiera modificar de un plumazo todas nuestras estructuras. Ven una oportunidad histórica y no la quieren desaprovechar, así lo arriesguen todo, y así conduzcan al país a una situación imposible. No hay moderación posible, pues no conciben la democracia como un delicado equilibrio de poderes que preserva las libertades, sino como un modo de concentrar el máximo de poder en un solo lugar.

Así las cosas, la Convención se acerca —asumo que deliberadamente— a un despeñadero que podría poner al país frente a un dilema muy excéntrico, y de resultado más que incierto. Si el PC impone sus términos y logra aprobar algunas de las iniciativas antes mencionadas, el país deberá elegir entre dos textos antinómicos. Por un lado, una Constitución refundacional propiciada por el PC, funcional a su proyecto de insurrección y sin barreras efectivas frente al chavismo de cualquier color. Por otro, la vilipendiada Constitución de los vilipendiados 30 años. Suele decirse que los países nunca deberían jugarse el todo o nada en una sola elección: solo algunos apostadores se prestan con gusto a ese ejercicio. No obstante, parte significativa de la Convención sigue obnubilada por el octubrismo. Eso le impide levantar la vista, y entender que una Constitución digna de ese nombre debe representar a grandes mayorías (incluso Pinochet lo comprendió astutamente en 1989).

Desde luego, una disyuntiva así dejaría en un lugar muy extraño a Gabriel Boric. Su campaña de primera vuelta jugó a la ruptura y a la crítica de la transición. Luego, tras la derrota de noviembre, el Presidente electo se reconcilió con los 30 años: dijo ser socialdemócrata y llegó a defender la focalización del gasto público. El candidato que ganó la elección no triunfó difamando al Chile posdictadura, sino que rehabilitándolo con mucho olfato. En el fondo, Boric comprendió que los chilenos quieren cambios, pero no están dispuestos a sacrificar toda estabilidad. No hay allí un veto de la derecha (que no existe en el órgano constituyente), sino un anhelo del país. Este dato elemental permite advertir el terreno pantanoso al que está entrando la Convención, que se expone a una farra de proporciones bíblicas: ¿Cuánta ruptura están dispuestos a aceptar los ciudadanos? ¿Quién podría asegurar, hoy por hoy, que los chilenos aprobarán cualquier texto que se les presente? ¿De verdad queremos jugar al todo o nada?