Columna publicada el domingo 20 de febrero de 2022 por La Tercera.

Las repúblicas latinoamericanas se construyeron de espaldas a su historia. Hijas del proyecto ilustrado, las elites políticas rechazaron el pasado colonial, identificándolo con una estructura de dominación que había que desmontar por entero. Eso abarcaba toda la institucionalidad, pero también a la propia sociedad. La gente común y corriente, que lejos estaba de constituir el individuo autónomo que requería el nuevo Estado, fue reducida en sus creencias y formas de vida a la mera expresión de una opresión obsoleta, destinada a ser superada. 

La historia de nuestras repúblicas quedó así marcada por esta tensa relación con el pasado, que vuelve de tanto en tanto en la forma de conflictos, demandas y reivindicaciones. Y el actual proceso constituyente que vive Chile no es la excepción. Aunque remita en lo inmediato a problemas de nuestra trayectoria reciente, la discusión de la Convención vuelve de forma inevitable, al pensar el Estado y nuestra historia, a las bases de nuestro orden político y social. No por nada al fundamentar normas como la de pluralismo jurídico se apela a las pesadas herencias coloniales o a las dificultades derivadas de la uniformización de la ley. A primera vista, el ejercicio parece correcto: revisar el recorrido de ese Estado para intentar corregir sus falencias. Sin embargo, al mirar con mayor atención, la sensación es que la Convención arriesga reproducir el mismo punto ciego del Estado que quiere superar. Y es que la tesis del despojo de la cual habló el convencional Jaime Bassa ha permeado con fuerza al interior de este espacio. Identificando todo el presente con los males efectivos de nuestra sociedad, dan otra vez la espalda al pasado: necesitamos nuevo sistema de justicia, porque el anterior era clasista, colonialista y patriarcal; necesitamos un Estado regional que asegure total autonomía a los territorios, porque el centralismo es una concentración de poder autoritario, resabio del orden portaliano. Una lectura maniquea de nuestra historia, que vuelve imposible reconocer que, con todos sus problemas, el poder judicial abrió instancias de apelación y exigencia antes inexistentes, a las que el Estado debía ahora responder, o que, con sus muchas precariedades, el centralismo fue respuesta a caudillismos locales de los cuales Chile logró mantenerse lejos. A diferencia de gran parte de América Latina.

Estos son ejemplos puntuales para ilustrar el dilema al que se enfrenta el trabajo constituyente, a la luz de los ánimos que parecen dominar en su interior. Es cierto que falta la discusión particular de cada norma, pero la hipótesis histórica que les subyace ya está definida. Y por lo visto ella está atravesada por una lectura de buenos y malos que no sólo hará difícil conservar aquello valioso de la institucionalidad heredada, sino que también impedirá la autocrítica. Porque la relación reconciliada con el pasado es una ganancia intelectual: abre un horizonte de referencias para mirar con distancia el propio presente y tomar conciencia de que la historia –la buena– no parte con nosotros y, sobre todo, que nada –nunca– está asegurado. La tarea que queda entonces no es simplemente precisar el articulado de normas, sino enriquecer las premisas históricas que las sostienen. El lenguaje prudente y mesurado que se pide es ese: una actitud humilde que se sabe caminando en el trabajo que otros emprendieron antes, y que no espera abrir al fin la historia de una democracia plena, sino ayudar a mejorarla paso a paso. Pero como ha dicho Adriana Valdés, mi esperanza estos días también está hipotecada.