Columna publicada el 30 de enero de 2022 por Tercera Dosis.

“Electorado infiel”. Así definió la académica Kathya Araujo a la sociedad chilena a partir de los resultados de la encuesta ELSOC-COES. Se trata de un estudio longitudinal que entrevista, una vez al año y en el plazo de una década, a alrededor de 3000 habitantes del territorio nacional. El objetivo es medir cambios y continuidades tanto en las percepciones como en las experiencias de personas comunes y corrientes, en relación a múltiples ámbitos de la vida social. Uno de ellos es el campo político, y son los resultados en ese nivel los que inspiran la afirmación de Araujo.

En efecto, los datos son reveladores: cerca de un 50% de los casos estudiados se ha movido en su posición política, alterando en pocos años sus apoyos. Y curiosamente ha sido el centro, más que la izquierda o la derecha, el que desde 2019 ha recibido mayores transferencias. Es decir, aquellos individuos que se politizaron después del hito del 18 de octubre, lo hicieron fijando por el momento su sede en el centro, contrario a lo que muchos habrían intuido.

Sin embargo, los datos no nos permiten saber qué entienden las personas por ese centro ¿Es una posición ideológica equidistante de la izquierda y la derecha? ¿Se trata de una exigencia de moderación, un rechazo a los maximalismos? El cientista político Juan Pablo Luna intentó responder a esto señalado que el centro sería el “abajo”: aquel ámbito en que se sitúa una ciudadanía desmovilizada y despolitizada que hoy, a kilómetros de la política y sin mecanismos para procesar su diversidad, exige transformaciones.

Sin embargo, lo que revela la encuesta aquí referida es que la gente ya no parece estar tan desmovilizada, pues no responde con un “no me interesa” sino con un claro posicionamiento ideológico. Esto tal vez permitiría aventurar que su identificación con el centro es más bien una manifestación de distancia, de rechazo a la oferta tradicional. Porque si no, ¿cómo explicar los resultados de Yasna Provoste y el estado casi terminal de un partido como la Democracia Cristiana? Uno pensaría de hecho que ese centro, entendido como distancia, tiene más que ver con los triunfos, a primera vista contradictorios, de la Lista del Pueblo en mayo pasado o de Franco Parisi en la primera vuelta. Es como si esa identificación fuera otra expresión de este electorado infiel; una ciudadanía móvil, con preferencias ideológicas inestables, que no sabemos si responden a un fenómeno puramente circunstancial o a un estado ya más permanente de una sociedad que se resiste a definir su domicilio político. Al menos en los términos en que solía hacerlo.

UNA POLÍTICA LEJANA

Ahora bien, ¿qué explica este electorado infiel? ¿Se trata de una población que ya no sabe lo que quiere, con identidades variables en función del momento, con una relación meramente instrumental con la política? ¿Es lo propio de sociedades contemporáneas que, fragmentadas y diversas, ya no adhieren a grandes proyectos colectivos?

Aunque estos últimos son argumentos plausibles, quisiera aquí explorar una hipótesis diferente: la infidelidad de esta ciudadanía, que puede tener algunos de los elementos recién mencionados, se puede explicar también por una política que ha perdido la capacidad de interpretarla, pues ha roto los vínculos que la unían a ella. Son sus apuestas –y no las preferencias de las personas– las que son inconsistentes, en la medida en que suelen regirse por criterios propios, autorreferentes, sin lograr ofrecer, por lo mismo, horizontes de identificación de largo plazo.

Los móviles de la sociedad no están siendo procesados por una política alejada de ella, y su infidelidad no es así otra cosa que una nueva expresión de la ruptura entre ambas. Otra manifestación de la crisis de representación que, como ha dicho el mismo Luna, está en la base de los conflictos que vive Chile. Porque lo que ocurrió el 2019 fue un estallido no sólo por la urgencia de emprender profundas reformas sociales, sino también por una institucionalidad y liderazgos sin herramientas para advertir a tiempo las demandas e intentar responder a ellas.  Sin embargo, pareciera que la política no logra tomar nota de este escenario, lo que la sume en un estado de sorpresa permanente, del que hemos tenido sucesivas muestras en los últimos años.

De octubre de 2019 a esta parte, la política no ha podido explicar por qué ganan los que ganan, ni por qué son tan cortos los enamoramientos con ciertos nombres o proyectos. Izquierdización o derechización según convenga: así ha presentado la clase política los vaivenes electorales, en lugar de hacerse consciente de su propia ceguera. Es la obnubilación en la que cayó Michelle Bachelet en su retorno a La Moneda; la misma –y con mayor miopía– que tuvo el segundo gobierno de Sebastián Piñera. Pasamos en muy poco tiempo de la retroexcavadora para erradicar de raíz el neoliberalismo a una derecha “sin complejos” convencida de que solo había que reforzar el modelo. Una ceguera de la que también ha dado luces la Convención Constitucional, confundiendo el mandato ciudadano con una única dirección posible de cambios, expresada en las últimas semanas en preocupantes propuestas que aspiran a la refundación y al desmontaje. Como si no hubiera nada relevante que cuidar o mantener, o si su tarea no fuera antes una Carta convocante de grandes mayorías, en lugar de un texto de revancha.

CONVOCAR A UNA CIUDADANÍA QUE DESCONFÍA

El ejercicio reflexivo de procesar esta ceguera e intentar superarla será quizás uno de los principales desafíos que tendrá por delante el nuevo gobierno que asume en marzo. Esta será una condición para navegar con relativo éxito en las turbulentas aguas de este Chile incierto: aprender a administrar esta movilidad en las adhesiones políticas, cuyo origen reside en la fractura entre política y sociedad. Movilidad a la que se suma la abstención, un fantasma que solo la última elección pareció revertir por un momento, pero no sabemos si de forma definitiva.

Aunque solo a partir de marzo podremos ver si quienes llegan a La Moneda estarán a la altura del desafío, uno podría aventurar que Gabriel Boric intuyó algo de esto una vez conocidos los resultados de la primera vuelta presidencial. Recordemos que se trataron de inesperados y duros números para el mundo del Frente Amplio que, como bien reflejó el incómodo discurso del propio Boric la noche de los cómputos, los dejaron mudos. Los que se asumían receptores naturales de la ciudadanía enojada, líderes de la hegemonía transformadora que luego del estallido reclamaba un nuevo orden, constataron a la fuerza que la distancia con la sociedad no era exclusiva de la política tradicional. Los nuevos, los que encarnaban la renovación, sin quererlo también reproducían la fractura.

Porque lo que ocurre hoy con esta ciudadanía infiel no es un problema exclusivo de individuos, estilos políticos o voluntades, sino de estructura; de un sistema que no logra operar de forma adecuada y canalizar eficazmente los conflictos y demandas de la gente. Una política sorda, dicen, displicente, ensimismada, que el Presidente electo, advirtiendo algo de este escenario, trató de revertir para la campaña de segunda vuelta. Esto revela olfato político en Boric, pues estuvo dispuesto a modificar sustantivamente su relato (no sus objetivos), apostando ahora a salir de los convencidos y convocar a grandes mayorías. Si fue pura estrategia, sólo lo dirá el futuro. Y en ese caso, el choque con la realidad probablemente será tan duro como lo ha sido con los anteriores liderazgos embriagados con sus triunfos.

Lo que ocurrió el 21 de noviembre de 2021 fue una muestra especialmente clara de la fractura que está en la base de esta ciudadanía infiel. Hasta ese momento, la campaña de Gabriel Boric avanzaba convencida de su hegemonía. De este modo, asumía –como ha tendido a hacer la política en general el último tiempo– que la coincidencia puntual de las personas con una bandera –en el caso de Boric, el cambio– constituía una adhesión completa al proyecto político. No hubo capacidad para entender que se trataba una vez más de un chispazo, y que la tarea consistía más bien en ir a buscar a qué otras cosas está conectada esa demanda puntual con la que circunstancialmente tal o cual propuesta política logró conectar.

Ese ha sido el punto ciego más recurrente de estos años; borracheras electorales en que conexiones repentinas que conducen a los triunfos, se presumen como mayorías definitivas y correspondencias totales con las respectivas agendas. En el caso de Gabriel Boric, esa ceguera impidió reconocer algo sumamente contradictorio para la política, pero que mirado desde la sociedad cobra pleno sentido: que la demanda de cambio, encarnada por él, era al mismo tiempo un reclamo de orden, seguridad y certeza que sólo José Antonio Kast supo advertir, con una subida en su apoyo electoral que, bien sabemos, preocupó y sorprendió a muchos. Qué tragedia que a la ciudadanía se le presentaran en alternativas absolutamente opuestas sus anhelos más sentidos. La mayor prueba de que la inconsistencia está en la política y no en las personas, que no sólo saben lo que quieren sino que eso está articulado y conectado entre sí. Son sus liderazgos los que lo separan, resistiéndose a asumir una evidencia que exigiría modificar sustantivamente sus respectivos proyectos.

La moderación que tantos subrayaron en el discurso de Gabriel Boric para la segunda vuelta, en que se levantaron casi sin pudor reivindicaciones a los despreciados 30 años y a sus principales y maltratados referentes –Camila Vallejo citando a Patricio Aylwin es probablemente el ejemplo más sorprendente–, fue eficaz sobre todo porque se entendió, al menos en ese momento, esta paradoja. ¿Cómo si no explicar la masiva convocatoria lograda para el 19 de diciembre, y que permitió el histórico triunfo de Gabriel Boric? ¿Qué más que una compensación de esa fractura entre política y sociedad puede haber revertido, aunque sea circunstancialmente, la infidelidad de ese electorado que no es fácil de convencer? Por cierto la capacidad para movilizar un voto de rechazo contra José Antonio Kast, así como el apoyo transversal de figuras de la ex Concertación, pueden haber jugado un papel relevante.

No pretendo afirmar unilateralmente una sola dimensión, pero me parece que el intento por unir dos polos hasta ese momento separados en los relatos políticos jugó un papel determinante. Vimos en otros lados como Estados Unidos esfuerzos similares para contener figuras despreciadas como Donald Trump que no surtieron efecto, pues apostaron a convencer a la gente de lo equivocado de su voto, de su incapacidad para reconocer los elementos antidemocráticos del candidato, en lugar de orientarse a soldar la fractura en la base de la crisis política que viven tantas democracias en el presente.

DESAFÍOS PARA EL NUEVO GOBIERNO

Será tarea fundamental del nuevo presidente entonces tratar de incorporar esta comprensión de nuestra crisis como una de quiebre entre política y sociedad, y hacer de ella la base de su práctica política. Porque la clave hoy no está solo en echar a andar proyectos que respondan a las demandas sociales, menos aún en imponer las propias agendas, sino en reparar la fractura que impide procesar aquello que las personas anhelan.

De no lograrlo, probablemente, permaneceremos en este estado de incertidumbre, de vaivenes electorales inexplicables, de esfuerzos desesperados por adivinar qué quiere la calle, confundida esta última con aquellos que logran apropiarse de la denominada “presión ciudadana”, haciendo de sus intereses un supuesto reclamo colectivo. Y entre tanto se perpetúa el olvido de las grandes mayorías –ese abajo del que habla Luna–, que en silencio solo aumentan sus recelos y confirman la necesidad de usar su voto como un mecanismo de castigo.

La infidelidad se contiene cuando hay un vínculo fuerte, sostenido en confianzas recíprocas. Esa es la reconstrucción que debe emprender la clase política en general y en particular Gabriel Boric y su gobierno, que cuenta hoy con una simpatía ciudadana que le da margen de acción, pero que nada permite indicar que será duradera.

Porque como bien sabemos convive con una ciudadanía cambiante, con la paciencia colmada, enojada con la política, aunque expectante y esperanzada con los procesos en curso, con una alta percepción de conflictos y un aumento importante en la sensación de inseguridad. Sin mencionar además los grupos más vociferantes al interior del propio equipo de Boric, que podrían tensionar los intentos de moderación y convocatoria transversal, y hacer evidentes las contradicciones de quienes ahora en el gobierno deberán desmentir tantas cosas que, irresponsablemente, apoyaron mientras eran oposición. Basta ver cómo al nombramiento arriesgado del nuevo gabinete, donde destaca la renovación, la procedencia diversa de sus ministros, la mayoría femenina, por mencionar algunos elementos, ha sido seguido por peleas más en las sombras entre el entorno más cercano de Boric y aquellos que necesitará como aliados.

El enojo de personeros de la Nueva Mayoría o afirmaciones como las de Daniel Jadue criticando el rechazo del presidente a un quinto retiro previsional es una buena ilustración de las dificultades que se avecinan. Y sobre todo una advertencia de que nada está asegurado.

En este tiempo de electorado infiel, los vientos favorables pueden volverse rápidamente en contra, con mayor razón si se consideran definitivos y se asume la total coincidencia entre los propios proyectos y los anhelos de la gente. Son estos últimos los que hay que ir a buscar, un desafío hermenéutico de gran envergadura y en el que probablemente se juega la rehabilitación de nuestra política.