Columna publicada el martes 8 de febrero de 2022 por La Tercera.

Un problema clave de la victimología es el del daño. Toda víctima recibe un daño que no le corresponde recibir. Ese daño, muchas veces, no deja una huella perdurable en el ser de la víctima. Una billetera cartereada en el Metro, una radio sustraída por la fuerza desde un auto o una bicicleta robada desde un poste pueden causar enojo, frustración o pena, pero no son hechos que probablemente marquen para siempre a quienes los sufren. La estructura del ser de la víctima no se ve alterada por ellos.

Esto no tiene casi nada que ver con la distinción objeto/sujeto. Muchas formas de sustraer o destruir objetos y muchos objetos sustraídos o destruidos pueden dejar marcas indelebles en el sujeto, incluso si no hay un contacto directo del victimario con él. El sentimiento de vulnerabilidad, el daño económico irremontable o la desaparición de un objeto sentimentalmente cargado no son hechos irrelevantes.

Los hechos que producen un daño existencial en la víctima son aquellos que modifican la estructura de su ser. La vuelven, en algún sentido, otra persona. Y la modificación obrada es negativa: su ser es degradado por el victimario. La acción de dañar corrompe al victimario, pero la víctima también es corrompida por él, sólo que en menor medida. Esto fue notado ya por Platón. El mal de las víctimas es el nombre de esa corrupción. Y su reflejo más patente es la conciencia de que las leyes punitivas no deben ser a la medida de la víctima, pues se reconoce que ella no busca justicia, sino venganza. Revertir el crimen.

La izquierda que alega contra los males del neoliberalismo, contra su “violencia estructural”, tiende a olvidar el problema del mal de las víctimas, abrazando en cambio el victimismo. Así, es capaz de justificar cualquier violencia criminal con tal de que tenga connotaciones políticas. Esto, al mismo tiempo que niega el debido proceso a cualquier hombre acusado de violencia machista por una mujer. Ambas ideas, en apariencia y en práctica disparatadas, se unen en la filosofía victimista que las guía: al ser las mujeres “víctimas estructurales” del patriarcado, su testimonio tendría valor de prueba definitivo. Al ser los violentistas “víctimas estructurales” del neoliberalismo, no serían responsables de sus crímenes.

Esto no significa que la derecha asuma el punto de vista de la justicia. En general, ha asumido un victimismo con distintas víctimas. Han sido los principales impulsores del populismo penal y las leyes con nombre de víctima. Han planteado la relación entre fuerzas de orden público y delincuentes como una entre víctimas y victimarios, donde los segundos deben carecer de todo derecho. Se ha negado sistemáticamente a observar los orígenes estructurales de la delincuencia (las “estructuras de pecado” denunciadas por Juan Pablo II). Y, de forma oportunista, José Antonio Kast validó la ausencia de debido proceso para casos de violencia machista para hacer un punto contra Gabriel Boric.

El victimismo es una distorsión de la doctrina cristiana que tuerce el sacrificio de Jesús para convertirlo en una excusa para el supremacismo moral y la persecución. Asume que el punto de vista de la víctima es el de la justicia y, por esa vía, nos devuelve a las formas más primitivas y brutales de venganza colectiva. Olvida que lo excepcional de Cristo no es ser víctima, sino revelar el mecanismo sacrificial que produce chivos expiatorios. Y perdonar a sus victimarios. Es decir, hacer visible la falsedad de la justicia basada en la venganza. En este sentido, el victimismo es una filosofía anticristiana, que convierte a los corderos en lobos.

Lucy Oporto publicó hace poco el libro He aquí el lugar en que debes armarte de fortaleza. Ahí, le regala al mundo de izquierda al que pertenece -y al país en general- una mirada valiente, que busca hacerse cargo de la tesis de que la dictadura y el neoliberalismo dañaron real y estructuralmente el ser de los chilenos. Así, rompe con la ambivalencia incongruente de declarar al pueblo, a la vez, dañado por el neoliberalismo en lo más profundo y lleno de virtudes morales e intelectuales superiores. Si el pueblo es tan superior y virtuoso, ¿dónde estaría reflejado el daño obrado por la dictadura y el neoliberalismo? Sólo la deshonestidad campañera puede pegar con chicle ambas posiciones.

Oporto, en cambio, no viene a adular. No viene a mirar el descampado incendiado de la “Plaza Dignidad” y declararlo “hermoso”. Busca, en cambio, el daño operado en el ser que lleva a la comisión de esos actos siniestros y a la celebración de ellos. Y lo encuentra en el triunfo de la fuerza impune durante la dictadura -finalmente validado por la transición- y la exacerbación del sujeto consumidor, que es un cazador, un tirano y un desechador. El individuo soberano que vive en su metro cuadrado como dictador, nada menos.

Ella ve este daño estructural al ser difuminado por toda la sociedad. La marca de la bestia que todos portamos. E interpreta el estallido social del 2019 y las manipulaciones y farsas que han rodeado a la Convención Constitucional bajo esa luz. El resultado hace mucho más sentido que el doble discurso que la élite victimista ha querido imponer por la fuerza. Oporto hace visible el daño sufrido, nos obliga a verlo en nosotros mismos, y, por esa vía, orienta el razonamiento hacia terapias adecuadas al mal enfrentado.

Uno podría discutir, quizás, la sobreatribución de los males de Chile a la dictadura de Pinochet. Después de todo, los asesinos y torturadores que operaron bajo su manto no fueron educados por ella. Son hijos del Chile del pacto mesocrático del 25, muchas veces idealizado. Se cuela también en el libro el tema de la Guerra del Pacífico, la invasión de la Araucanía y la Guerra Civil del 91, con toda su carga de barbarie y horror. El general Barbosa, rodeado de bestias humanas y gritando “cómanme, perros” no es un producto de la dictadura reciente. Muchos de los males identificados por Oporto están ya denunciados en el Balance Patriótico de Vicente Huidobro, escrito en 1925. Nada se dice, por otro lado, de la brutalidad revolucionaria de la izquierda pre 73, tan vinculada al abandono final de Allende.

Sobre todo esto se podría discutir con la autora. Su genealogía del mal podría ser expandida. Pero su fenomenología de él seguiría siendo altamente precisa. Desde José Donoso -con cuya obra sería un deleite ver dialogar a Oporto- que nadie miraba tan de cerca el abismo de la chilenidad. He aquí el lugar en que debes armarte de fortaleza es un amplio espejo desplegado frente al imbunche. Uno que expone todas sus suturas monstruosas y deformantes.