Columna publicada el jueves 6 de enero de 2022 por CNN Chile.

Esta semana se cumplen nueve años desde el asesinato del matrimonio Luchsinger Mackay, el 4 de enero de 2013. Pienso en la velocidad a la que pasa el tiempo, lo mucho que ha cambiado el país en el intertanto, lo frágil que es la memoria. Se olvida muchas veces para sobrevivir, quizá. Hannah Arendt decía que el dolor físico agudo, “la sensación más intensa”, que borra todas las otras experiencias, es, al mismo tiempo “la más privada y la menos comunicable” de todas las sensaciones. Así, “nos quita nuestra sensación de la realidad a tal extremo que la podemos olvidar más rápida y fácilmente que cualquier otra cosa”. Pero el dolor provocado por el mal radical no se esfuma sin dejar huella. Bien lo saben las familias de los detenidos desaparecidos, los sobrevivientes del Holocausto y otras tragedias inenarrables, todos enfrentados a un antes y un después, a un dolor que se vive siempre en presente, a pesar de que se pierda la referencia inmediata a sus orígenes.

Los Luchsinger Mackay murieron calcinados en medio de la noche. En mi cabeza resuenan los llamados desesperados de Vivianne Mackay a sus familiares y a Carabineros, probablemente lo que más da vueltas por estos días por el macabro espectáculo que representan: el terror. El hijo del matrimonio, tranquilizado por no encontrar los cuerpos de sus padres, pensó que habían logrado escapar. Pero la realidad era otra: yacían dentro de la casa, irreconocibles, consumidos por el fuego.
Ha pasado mucho y ha pasado poco desde esos días. La Araucanía sigue siendo una zona roja, una mancha borroneada en el mapa de Chile, una herida a la que preferimos no mirar, sabiendo que está ahí. La violencia se mantiene como un telón de fondo, donde coinciden el terrorismo en nombre de una etnia, el lucrativo negocio del robo de madera, la centralidad de las compañías forestales, el narcotráfico; la ineficacia del Estado y de la política, la impotencia de sus medios, la incapacidad de resguardar la vida y la paz de quienes habitan la zona, mapuches y no mapuches. La novena región sigue siendo la más pobre del país, postergada desde antaño, una dificultad histórica que recorre nuestro devenir como país, incluida la pacificación y tantos otros procesos fallidos. Seguimos apartando la mirada cada vez que las noticias nos recuerdan que algo tremendo y terrible, algo que muchas veces desborda la imaginación y las pesadillas santiaguinas, vuelve a suceder sin interrupción en aquella zona.

Vuelvo a pensar en ese silencio, en el preocupante acostumbramiento que nos produce la situación de la macrozona sur. Otro camión quemado. Qué más da. ¿Dos casas y tres bodegas en Lumaco? ¿Un tractor en Victoria? Otro atentado incendiario contra maquinarias, contra cultivos, contra casas patronales. Algunos piensan que solo son montajes. Cositas materiales, como dijera Maite Orsini en otro contexto. Nos pareciera dar lo mismo, como una costumbre macabra sin peso. La violencia se impone sin escándalo, como un nudo sin resolución posible; de tanto insistir en ella, desapareció.
Yacemos atrapados entre dos estrategias que se presentan como alternativas excluyentes y moralizadas. La primera, pensar que el diálogo basta como salida única, como si se pudiera parlamentar en igualdad de condiciones con la CAM, la WAM, Resistencia Mapuche Lavkenche, y otros. La realidad es que el primer grupo ya anticipó su negativa, a pesar de las buenas intenciones y esfuerzos del Presidente electo y su equipo. Pero, además, la propia CAM persigue sus objetivos con medios que están en abierta contradicción con aquellos del diálogo.

La otra estrategia también es parcialmente ciega. Es aquella que sostiene que solo los tanques, los militares desplegados y la fuerza, son el camino para salir de allí. Por cierto, aunque no han cesado del todo, las herramientas del estado de excepción constitucional han ayudado a disminuir parte de los atentados. Pero aunque ella puede asegurar el orden de manera temporal, los problemas en la relación del pueblo mapuche con el Estado no se solucionan con balas; ni tampoco arreglan el olvido en que está sumida la región hace muchos años. El recurso a la fuerza es el riesgo que provoca plantear un diálogo algo naive, como si fuera posible dialogar sin asegurar un mínimo de orden. Por cierto, no podemos renunciar a ninguna de las dos vías. Solo con una combinación de ambas -trabajo político y uso de la legítima fuerza del Estado- se puede intentar abordar el problema en su magnitud y complejidad.

Con todo, corremos el riesgo de que la actitud frente a la violencia en el sur contagie otros ámbitos. Al vernos impotentes para controlarla, a veces de manera intencionada, nos sumimos en una inmovilidad pasmada, un no hay nada qué hacer que la tolera sin buscar remedios. Algunos, más allá de renunciar a tal control, decidieron mirar solo a sus consecuencias, dado que les fueron favorables, que sus frutos les agradan. Y resignados a, la terminamos aceptando como un ruido de fondo solo perceptible cuando aparece con más fuerza. Es lo que sucede con el feísmo destructivo en que se encuentra sumido el centro de Santiago, zonas todavía sin semáforos, veredas o kioscos, todos soportes para hacer posible la vida en común. Aquel feísmo se instaló como un monumento a la violencia del estallido. Solo un loco podría llamar “dignidad” al tierral infértil y asolado que antes fuera la plaza Baquedano. Pero, decíamos, ya forma parte del paisaje, a pesar del evidente deterioro en que se encuentra la zona.

Erradicar la violencia es un problema político, el primero en importancia, diríamos. Es la condición fundamental de la democracia y de cualquier reforma social. Solo una vez que se extirpa esa violencia la política se vuelve posible. Esa es la tarea principal para el sistema político, los partidos, los representantes: reivindicar el espacio que le corresponde a su actividad, antes de que el fuego cegador de la violencia los termine devorando a ellos mismos. Y, sin embargo, nadie parece estar a la altura de las circunstancias. Más bien, la mayoría vivimos sumidos en un embotamiento frente al fenómeno, anestesiados por su recurrencia, a la espera de reaccionar escandalizados en redes sociales frente a alguna noticia al respecto. Mientras tanto, rememoramos a todos quienes han fallecido en el sur, agricultores, mapuche, uniformados, pasmados frente a la violencia radical que cada día nos rodea con su puño feroz, implacable. Y, como dijera el poeta Carlos Pezoa Véliz, “nadie dijo nada, nadie dijo nada…”.