Columna publicada el domingo 9 de enero de 2022 por El Mercurio.

El lamentable festival que ofrecieron los convencionales en la elección de la mesa directiva obliga a formular —del modo más explícito posible— una serie de preguntas ineludibles de cara a los próximos meses. Es cierto que los nuevos autocomplacientes han intentado convencernos de que el espectáculo habría sido algo así como una “democracia real” en acción, y otras paparruchadas de ese estilo, pero el lenguaje no lo aguanta. En esa elección hubo, ante todo, asambleísmo, improvisación, falta de disciplina y narcisismo identitario. Sobra decir que ninguna de esas características es inherente a la democracia, ni resulta útil para lo que viene. Nos esperan tiempos vertiginosos: en poco tiempo, los constituyentes deberán empezar a discutir y zanjar cuestiones de fondo, preparar el plebiscito de salida, al mismo tiempo que se instalará un nuevo gobierno cuyos contornos políticos aún no son revelados.

Sin embargo, una porción significativa de la Convención no parece haberse enterado, ni ha tomado el peso de los desafíos. Muchos siguen embriagados en torno a la estética octubrista y, en un acto de voluntarismo extremo, quisieran eternizar un momento fugaz que ha perdido buena parte de su fuerza. Es paradójico, pero si acaso octubre ha de dejar instituciones duraderas, es menester tomar distancia del movimiento social, estabilizarlo y contenerlo. Para lograrlo, hay que transformar ese momento en algo más que un gesto performativo y, en definitiva, hacer política —que siempre implica alguna negación de sí mismo—. Dicho de otro modo, el tiempo de los testimonios llegó a su fin: la tarea está cambiando velozmente de naturaleza, aunque algunos se resistan.

Para comprender mejor la dificultad, conviene advertir que el rechazo en el plebiscito de salida —una hipótesis que pasó del 20 al 40% en pocos meses— está lejos de ser el único fracaso posible de la Convención. Si las nuevas instituciones no responden a la grave crisis que vivimos, entonces la historia la recordará como un fiasco, más allá de las buenas intenciones. La nueva Constitución es el primer paso de muchos en la reconstitución de vínculos y mediaciones; pero, si no funciona, quedaremos en un descampado peligroso. Hay que decirlo claramente: así como están las cosas, el órgano constituyente tiene muchas más posibilidades de fracasar que de acertar. Esto no debe extrañar, pues es un rasgo propio de toda situación realmente crítica. Mientras antes la integremos en la reflexión, antes habremos medido cuán profundas son nuestras dificultades.

No obstante, muchos actores siguen operando con arrogancia, y suponen que toda la soberanía está depositada en ellos de una vez y para siempre. Así, olvidan que su situación es tan frágil como la de cualquier otra autoridad en Chile (¿cuántos convencionales serían elegidos hoy si tuviéramos reelección?). Tampoco faltan las expectativas desmedidas, que alimentan un círculo infernal. Sin ir más lejos, el vicepresidente de la Convención ha sugerido que la nueva Carta Fundamental podría resolver la gravísima escasez de agua en la Quinta Región, asumiendo que el texto tendrá poderes taumatúrgicos más cercanos al realismo mágico que a la fría realidad jurídica. Todo aquello solo puede generar mayor frustración, y es imposible saber qué fuerzas se desencadenarán en ese momento. Han transcurrido más de dos años desde el estallido, y las urgencias sociales siguen allí, esperando. Subsiste, además, la limitación temporal. Aunque la presidenta de la Convención ha señalado que probablemente requieran de tiempo adicional, no parece probable (ni deseable) que el Congreso lo conceda. Nada bueno saldrá de una tensión institucional de esa naturaleza, sabiendo además que pesa la amenaza de eliminar el senado.

Es posible que, entre otros problemas, estemos pagando el precio de haber permitido las listas de independientes en la elección de convencionales. Es innegable que, en un primer momento, el órgano ganó en legitimidad; pero, a la larga, produjo una fragmentación que se parece bastante a la inoperancia. Los chilenos votaron por esas listas con la esperanza de que no replicaran los defectos de la política, pero el resultado ha sido el contrario. Es más, muchos de esos independientes se ubican en una izquierda muy radical, y puede pensarse que la ciudadanía confió en ellos por el motivo opuesto: para que, sin renunciar a sus convicciones, pudieran establecer una mesura e interlocución que la clase política había perdido. Empero, han preferido encajonarse en posiciones maximalistas y poco dialogantes, extremando la dificultad original. Si todo esto es plausible, han traicionado el mandato del electorado.

Gabriel Boric tendrá que lidiar con estas dificultades, sabiendo que su destino está atado al de la Convención, y viceversa. De algún modo, un fracaso constitucional sería también un fracaso suyo y de la nueva época que aspira a encarnar. Por lo mismo, quizás el más interesado en moderar a la Convención es el mismo mandatario electo: le será imposible implementar de buen modo un texto que no remita a la realidad y que alimente un asambleísmo incompatible con el buen gobierno. Acá se jugará, sin duda, una prueba de liderazgo sobre su frágil coalición: si Boric no conduce a los suyos en la Convención, tendrá severas dificultades luego para conducir al país. En ese momento, no será posible seguir pidiendo perdón.