Columna publicada el martes 11 de enero de 2022 por La Tercera.

En una de sus primeras entrevistas como Presidente electo, Gabriel Boric destacó el hecho de que la batuta política pasó de un grupo de personas nacidas entre los años 30 y 50 a otro conformado por actores venidos al mundo en los 80 y 90. Este fenómeno es particularmente acentuado en la izquierda por dos razones: una es que, en la derecha, la dictadura militar opera como un acelerador de la renovación política, en la medida en que el Chicago-gremialismo se consolida durante los 80 en oposición a la derecha tradicional (hecho comúnmente olvidado), dándole espacio a la generación de los 60. La segunda es que el desgaste político de ese mismo grupo abre el espacio para el surgimiento de Evópoli, cuyas cúpulas son actores nacidos en los años 70.

En el caso de la izquierda y la centroizquierda, en cambio, son los mismos actores políticos de la crisis de 1973 los que después renuevan su propio ideario y prácticas, y luchan contra la dictadura. Luego, los nacidos en los 60 y 70 no tenían espacio sino como vagón de cola de dichas dirigencias. Haberse rebelado políticamente contra ellas era ideológicamente improbable (es difícil renovar la renovación) y moralmente reprochable (dividir la oposición a la dictadura habría parecido y sido un capricho absurdo). Crecieron, entonces, a la sombra de los héroes de la transición, que no contentos con haber sido los jóvenes bellos e idealistas con Allende, los renovadores de la izquierda y los dirigentes de la lucha contra la dictadura, luego se instalaron a gobernar 20 años más la transición democrática (para colmo, las décadas más prósperas de la historia de Chile). El año que Michelle Bachelet terminó su primer gobierno (2010) alguien nacido en 1960 celebraría su cumpleaños número 50, mientras que alguien nacido en 1970 apagaría cuatro decenas de velas.

La llamada “generación perdida” de la izquierda no es que lo pasara tan mal en ese proceso. Ocuparon cada vez más cargos de segunda y tercera línea, rentaron de los privilegios del poder sin sus costos de exposición y probaron los frutos prohibidos del sector privado en la gloria impune de los 90 y 2000. Su rebeldía juvenil la invirtieron en el ámbito creativo, con notables resultados (incluyendo el primer premio Oscar para un largometraje chileno). También transformaron el humor: la ironía, que antes ocupaba un espacio ínfimo, ganó terreno frente al sarcasmo y la vejación para hacer reír. Y ya que el espacio de la alta política estaba ocupado, lo suyo fue defender las libertades privadas en el espacio público. La diversidad, la imaginación, la libertad sexual y afectiva, la libertad de expresión. Le dieron forma a la nueva cultura del Chile liberal y progresista cuyos cimientos materiales e institucionales eran labrados, mientras tanto, por la Concertación. The Clinic, en varios niveles y durante mucho tiempo, llegó a condensar todo lo que dicha generación es.

Ahora bien, siempre actuaron confiados en que la batuta, en algún punto, llegaría a sus manos. Era cosa de esperar. No mataron al padre, pero estaban seguros de que la naturaleza se encargaría de ese trabajo. El único quemado por la espera fue Marco Enríquez, que rompió filas e intentó desafiar a los “héroes cansados”, quedando lastimosamente en el camino, como un minidisc entre CDs y MP3s. Las juventudes de los partidos de la Concertación, mientras tanto, eran dirigidas por “jóvenes” de la misma edad de MEO.

Y entonces llegaron los jóvenes-jóvenes. Secundarios el 2006, universitarios el 2011 y adultos plenos el 2021. Eran la gran ola que la generación perdida -que no se sabia perdida todavía- estaba esperando. La que los llevaría por fin al mando. Todos tomaron su tabla y corrieron hacia la playa. Que vivan los estudiantes, la imaginación sube al poder. La barricada cierra la calle pero abre el camino. Prohibido prohibir. Sin embargo, para su sorpresa, la ola rompió con brutal fuerza sobre ellos mismos. No eran 30 pesos, eran 30 años: y los hijos de la Concertación eran parte de los 30 años. Los jóvenes-jóvenes venían a matar abuelo, pero también padre. Es el clásico problema de pretender usar una fuerza invasora extranjera para hacerse del poder contra el bando rival: los nuevamayoristas bajaron la guardia frente a los frenteamplistas para que los segundos se despacharan a los concertacionistas, sin entender que los vencedores irían por todo.

Y algo más: la juventud ganadora no pensaba igual a ellos. No los respeta. No se siente heredera de sus esfuerzos ni de sus marcos de sentido. Comenzando porque se trata de jóvenes portadores de una ideología carente de humor.

Todo conservador puede esbozar una sonrisa (tipo “te lo dije”) frente este atropello generacional de un lote progresista joven, aguerrido e inmoral sobre otro viejo, blando y acomodado, tan parecido al retratado en “Los Demonios” de Dostoievsky. Es irónico, después de todo, que el progresismo lleve a sus expositores a aplaudir a la bota progresista que los usa como escalón. Devela una grieta indigna en dicha ideología. Es como ver a un darwinista social llegar a la fragilidad de la vejez y tener que enfrentarse a las consecuencias de su propia filosofía.

Pero, a nivel humano, esta crisis no tiene nada de divertida. La generación pasada por sobre tiene para otros 20 o 30 años en el mundo, y nunca lograron agarrar sus riendas. Las declaraciones de Boric dan la idea de que tendrán el mismo espacio de servicio que tuvieron bajo la Concertación y la Nueva Mayoría, pero acotado para dar cabida a mandos medios de la generación triunfante. Elizalde le entregó en una bandeja de plata la cabeza de Ricardo Lagos al Frente Amplio, sólo para terminar ofreciéndole a un príncipe 20 años menor a él la misma servidumbre que le entregó por décadas al mandamás caído.

Hay algo luminoso y terrible a la vez en la moderación final de la campaña de Boric y la forma en que recolecta los apoyos de los viejos líderes de la transición. Es la rendición última de una generación de personas saciadas de gloria y cansadas de batallar a sus 70 u 80 años. Gente que se puede ir feliz a cultivar un jardín y leer libros. Al reconocer al Frente Amplio como heredero legítimo, aunque fuera a regañadientes, se cerró el estrecho margen político que los herederos de la Concertación podían reclamar como propio: el de la moderación reformista frente al octubrismo adolescente. Patricio Fernández pudo pasar del “cabros benditos” al “pendejos de mierda” entre el 2011 y el 2019, pero luego de que el mismo Ricardo Lagos apoyara a Boric, la ventana de legitimidad de lo segundo quedó cerrada. Los jóvenes de la transición ya no tienen siquiera el consuelo del jubilado desdeñoso. No pueden celebrar como propios los logros de los 30 años -ni juzgar al frenteamplismo con esa vara- si ahora Boric y sus amigos, que habían hecho su campaña política descalificándolos, se los apropiaron a plena luz del día.

Carolina Tohá y Alejandro Zambra, dos cumbres de la generación omitida, han escrito interesantes y sensibles textos respecto a esta situación. En ambos casos se apunta a la relación entre hermano mayor y hermano menor para lidiar con ella. Boric sería el hermano menor de ellos. Lagos et al, los padres. Según Tohá, el hermano mayor habría sido bien portado y mateo, el menor desordenado y rebelde. El joven habría abandonado la casa del padre para probar los dulces excesos maximalistas de la revolución, pero en segunda vuelta habría vuelto. Y el padre lo recibió como al hijo pródigo. Hubo fiesta, y aunque el hermano mayor estuviera enojado al principio, luego su corazón se ablandó, al ver la alegría de su padre y reencontrarse con su hermanito (todo frente, y en contra, del pinochetismo rebrotado en la vereda de al frente, que les recuerda su causa común a las tres generaciones). Zambra, por su lado, es más genérico, pero apunta a algo parecido. Habla desde lejos, con estoico orgullo retirado, de su supuesto “hermano menor” en La Moneda.

A mi me cuesta asimilar ese relato. No me calza con lo visto. Yo vi a un hijo que trabajaba los campos de su padre, y a un nieto rebelde, que despoja por la fuerza de sus predios a ese abuelo, para mantener al padre labrándolos bajo su mando. Todo el cuento del hermano menor y la familia feliz de segunda vuelta me suena a una composición imaginaria para lidiar con algo mucho más difícil de aceptar y de comprender. Se me presenta tan artificial y forzado como la temporada final y el cierre feliz de la excelente serie “Los 80”.

Ahora, supongo que esta es sólo una primera reacción. Que vendrán reflexiones más profundas y dolorosas. Análisis más reposados. Y quizás hasta nuevos sucesos políticos. Me es difícil creer que una generación todavía vigorosa, además de estética e intelectualmente hábil, se resigne por completo a un segundo o tercer plano existencial. Más todavía si la juventud radiante y su política identitaria afilada como pica estalinista desafían algunas de sus convicciones más queridas. Dudo que puedan interpretar el papel de aliade o padre progresista (a la Capusotto) por mucho rato sin morir por dentro. Dudo que Rafael Gumucio quiera ser el Eusebio de un Boric-Constantino-Cristo que existe principal y casi únicamente en su imaginación. ¿En verdad pasarán los próximos treinta años simulando emoción y sorpresa por el perrito Brownie y lo que venga -en ese plano- después del perrito Brownie?

Ahora, tampoco es imposible que efectivamente estén perdidos para siempre en los laberintos del relativismo y la ironía extremas. Que ya no tengan formas de volver a casa. Que vivan el final de Stepan Trofimovich, pero en cámara lenta. O que sean como los artistas cincuenteros estadounidenses descritos por Evtuchenko en su poema “Monólogo de los beatniks”, donde concluye diciendo “Nuestro amargo saber la impotencia destila. / Y esta cansada ironía nuestra/ sobre nosotros mismos ironiza”. Como sea, ya veremos.