Columna publicada el domingo 23 de enero de 2022 por La Tercera.

Gabriel Boric se impuso en la última elección en casi todas las regiones del país. Sin embargo, el sur le fue esquivo. En Maule, Ñuble, Bío Bío y, cómo no, La Araucanía, fue José Antonio Kast quien se llevó los votos. La fractura social y territorial que se creía exclusiva de la política tradicional se reprodujo también en Apruebo Dignidad, lo que exigirá un trabajo minucioso de vinculación con ese territorio. Una tarea que se vuelve especialmente urgente si consideramos que el primer problema que tendrá que enfrentar el gobierno entrante será la escalada del conflicto en la denominada Macrozona Sur. 

¿Qué hará Gabriel Boric con la violencia en la Araucanía? Por el momento, sabemos que no renovará el Estado de excepción constitucional y, como ha señalado su recién nombrada ministra de Interior, Izkia Siches, su principal objetivo será dialogar con “todos los actores, incluyendo a la CAM”. Habrá que ver cómo se traduce esto en la práctica, pero es inevitable no formular algunas preguntas. Es evidente la necesidad de revisar una agenda de seguridad que ha fracasado en su cometido, pero si no es el estado de emergencia, ¿cuál será el recurso con que el nuevo presidente enfrentará hechos como las dos brutales muertes de Joel Ovalle y César Millahual ocurridas esta semana? Porque guste o no, en lo inmediato será imprescindible usar las herramientas represivas del Estado. La violencia en la zona es un hecho y corre por sus propios fueros, con independencia de sus orígenes sociales y políticos. Por más que se aborden sus causas a través de procesos institucionales –algo también necesario–, esa violencia no desaparecerá de un día para otro, ni tampoco los robos de madera, el narcotráfico o el crimen organizado, que alimentan hoy por cuenta propia un conflicto que solo parece complejizarse. Es incómodo para esta izquierda hablar del uso de la fuerza, pero llegados al poder la evasión se hace insostenible. El monopolio de la violencia legítima constituye una dimensión fundante del Estado, pues si este no es no es capaz de asegurar el orden cotidiano, no hay derechos, instituciones ni diálogo posible. En ese sentido, Boric y su entorno tarde o temprano deberán asumir que su tarea no será, lamentablemente, poner fin a la acción de fuerza del Estado en la zona, sino lograr conducirla y volverla eficaz. Es la condición para echar a andar cualquier otra iniciativa.

La segunda pregunta se deriva de esto último: en qué consistirá el diálogo que quieren establecer. Hoy es casi un consenso general la urgencia de un proceso de conversación con todos los actores, así como un acuerdo político para empezar a abordar las demandas del pueblo mapuche. Pero ¿cuáles serán las condiciones mínimas para ese diálogo? ¿Cómo hablar con quienes han desafiado sistemáticamente al Estado chileno, rechazando cualquier propuesta que no sea someterse a los términos exigidos? ¿Cómo conversar con quienes reivindican la legitimidad de las armas? ¿Qué pensarán ante eso los familiares de las víctimas de la violencia en la zona? Porque las demandas de la Araucanía –así como la violencia– ya no son solo las del mundo mapuche, sino también la de esa variada ciudadanía que no quiso entregarle a Boric su voto y que ha visto crecer exponencialmente su percepción diaria de inseguridad. El gobierno tendrá que demostrar ahora que sus llamados al diálogo no son apenas un disfraz de voluntarismo ingenuo, y que asumen como parte de sus funciones asegurar la posibilidad de caminar, cada día, con tranquilidad, el propio territorio.