Columna publicada el domingo 12 de diciembre de 2021 por La Tercera.

¿Por quién votas? Esa parece ser la gran pregunta instalada en la discusión pública desde que comenzó la campaña para la segunda vuelta presidencial. Y por momentos tiende a invadirlo todo. Se ha ido volviendo irrelevante discutir sobre los principios que a cada uno lo inspiran, sobre las condiciones que esperamos que se respeten con independencia de quién gane, o sobre las virtudes y defectos de quienes aspiran a llegar a La Moneda. Lo central para muchos es reconocer primero dónde te paras, explicitar el bando en el que te ubicas. Así, las argumentaciones se vuelven instrumentales al posicionamiento establecido a priori. Se elige primero el candidato, las razones se esgrimen después.

Se genera entonces una actitud progresivamente acrítica sobre nuestras propias posiciones. Acá no hay mucho que pensar, sino simplemente asegurar que se está del lado de los buenos. Y ante ese dilema, todo puede pasarse por alto. El análisis riguroso de las alternativas en disputa pierde fuerza, porque el hecho de que el propio candidato sea la encarnación misma de la democracia lo exime de cualquier crítica. Vemos así volteretas de lado y lado, más apuradas en evidenciar el peligro del adversario, que en reconocer los propios problemas. Todo se vuelve una pura cuestión de militancia, lo que se ha expresado con claridad en las sucesivas declaraciones de apoyo a tal o cual candidato, como confirmando que no hay nada más relevante que decir. Tampoco mucho de lo que persuadir. Las diatribas al adversario y las adulaciones a la alternativa defendida por uno es una estrategia eficaz en generar peleas, pero solo interpela a los convencidos.

La pregunta por quién votas puede ser válida y, sin duda, generar discusiones valiosas. Pero en los últimos días parece haberse convertido en un emplazamiento, donde el objetivo no es entender las razones del voto de cada uno, sino imponer una exigencia en la que se juega la consideración del otro. La consecuencia más evidente de esto es el empobrecimiento de nuestro debate público, más concentrado en insultar y desenmascarar, que en deliberar. No se trata de negar la posibilidad de criticar las razones que justifican un voto, o las tensiones de una u otra postura. El problema está en entrometerse en ese ámbito personal e indisponible donde cada uno decide su voto. El derecho más básico de nuestros sistemas democráticos, aquel que simboliza su más radical significado.

Como ha dicho la intelectual francesa Chantal Delsol, la democracia descansa en último término en la confianza en la grandeza del individuo, en su propio juicio, que es universalmente compartido y no sólo patrimonio de unos pocos ilustrados. Todos cuentan con un sentido de realidad que le permite dirimir a cada uno en soledad y plena libertad su voto, aceptando incluso la posibilidad de equivocarse. Porque la democracia es una apuesta que conlleva riesgos, que no es infalible. Han sido efectivamente elegidos tiranos en muchas ocasiones. La pregunta radical es si acaso estamos dispuestos a pasar a llevarlo todo con tal de asegurarnos que el otro no decida mal, y meternos entonces en ese espacio de discernimiento que debiera ser inviolable. Las dinámicas de emplazamiento que empiezan a invadir nuestra discusión pública arriesgan desconocer este dato fundamental. Y con ello, la amenaza es volverse ciegas al hecho de que la democracia no sólo se horada cuando el grupo que llega al poder la desmonta, sino también cuando quienes se han autoerigido como sus guardianes empiezan a cuestionar las bases que la sostienen.