Columna publicada el domingo 12 de diciembre de 2021 por El Mercurio.

El próximo domingo, Chile enfrentará la elección más incierta desde 1970. No es poco, y sirve para observar el momento con la debida perspectiva: el resultado —así sea por un puñado de votos— marcará el futuro, e incidirá en nuestra mirada del pasado. Por lo mismo, si queremos comprender el momento, es indispensable identificar con la mayor precisión posible el núcleo central de la disputa. Desde luego, esto excede a los candidatos, pues acá confluyen fuerzas que los exceden. Cada uno de ellos encarna un modo de mirar el país, aunque al mismo tiempo son polos que se necesitan uno al otro. ¿Qué dinámicas están actuando? ¿De qué se trata, en definitiva, esta elección?

La cuestión admite múltiples explicaciones, pero me parece que estos comicios remiten a la tesis histórica del Frente Amplio (FA): es, sobre todo, una pregunta sobre Boric y su mundo. El año 2011, esa generación, que había crecido en democracia, levantó una crítica implacable a la transición, aspirando a renovar nuestra política. Fueron los jóvenes rebeldes, impolutos e impacientes que, cansados de tanta cocina, anhelaban cambiarlo todo. Su éxito, fundado en una rara mezcla de virtud y fortuna, ha sido meteórico. Salvador Allende fue candidato presidencial cuatro veces y senador durante casi treinta años, mientras que a Frei Montalva le tomó décadas llegar a La Moneda. Boric, por su parte, podría lograrlo tras dos períodos de diputado. Supongo que es un signo de los tiempos, pero a esta generación le bastaron diez años para fundar partidos, llegar al Parlamento, arrebatarle la autoestima a la Concertación —hasta reducirla a su mínima expresión— e instalarse como fuerza hegemónica de la izquierda. El estallido reforzó toda esta energía, y los retadores vieron en él una confirmación de sus tesis: el país renegaba de los treinta años y exigía cambios radicales. Y allí estaban ellos para liderarlos.

Sin embargo, el cambio debe saber convivir con dosis de estabilidad —una vieja lección que esta nueva izquierda nunca quiso integrar—. Sus reivindicaciones estuvieron rodeadas de excesos retóricos, de una nula reflexión sobre la violencia y de un desprecio a quienes no formaban parte de las mismas elites urbanas y cosmopolitas. Kast, en esa lógica, es una especie de boomerang, pues representa todo aquello que el FA miró en menos, pero que siempre estuvo a la vista de quien quisiera darse el trabajo de mirar. De allí que resulte tan enigmática la súbita conversión de Boric a temas y categorías que siempre combatió —la socialdemocracia, el orden, las fronteras, la propiedad de los fondos de pensiones, el rodeo, las tradiciones patrias, y quién sabe si mañana Los Huasos Quincheros—. Kast también se ha movido bastante, pero sus inflexiones obedecen a otro motivo: él busca ser el dique de la izquierda, y eso le permite ser mucho más pragmático. Su programa original, plagado de errores y excesos indefendibles, nunca le importó mucho: es un instrumento. El caso de Boric es distinto, porque su horizonte nunca ha operado en el mismo nivel (y, por eso, las modificaciones programáticas son más dolorosas). El diputado no solo está buscando los votos que necesita, sino que sus giros ponen en riesgo toda la apuesta de su generación y —peor— su identidad política, que constituye su gran activo. Un Gabriel Boric domesticado deja de ser Gabriel Boric.

De perder, el candidato opositor enfrentará una crítica durísima por haberse farreado la oportunidad histórica de la izquierda criolla, y será inevitable la pregunta por la credibilidad de sus ires y venires. Si gana, quedará cazado en una lógica análoga a la que enfrentó la Concertación. Esto puede graficarse del modo siguiente: al tratar de identificar sistemáticamente a Kast con el pinochetismo (a lo que, por momentos, el republicano contribuye alegremente), Boric queda en un lugar muy extraño. En efecto, Pinochet no fue vencido por algo como Apruebo Dignidad, sino por una coalición mucho más amplia. Además, Pinochet obtuvo una votación significativa, que limitó las posibilidades de la izquierda. Nótese bien: de ganar, Boric necesitará el apoyo de todos los parlamentarios de oposición, enfrentará a una derecha que rozará el 50% y deberá conducir un proceso constituyente de incierto final. Como si eso fuera poco, la situación económica será compleja, tendrá un problema enorme en pensiones y se verá obligado a moderar las ilusiones —en una palabra: a decepcionar—. O sea, si quiere tener un gobierno viable, Boric habrá de repetir el libreto de Patricio Aylwin, aunque con dos diferencias sustantivas. Por un lado, no podrá culpar al binominal ni a los designados, y, por otro, entrará en inevitable contradicción con su trayectoria. Patricio Aylwin no edificó su carrera denigrando los acuerdos, y eso le permitió construirlos.

Llegados a este punto, debe decirse que —más allá del resultado del próximo domingo— la apuesta del Frente Amplio será inevitablemente derrotada: es imposible que estén a la altura de las expectativas que ellos mismos han fijado. Al traicionarse a sí mismo una y otra vez, Boric no solo arriesga diluir su personaje, sino que pone en duda el significado de la interpelación que, hace diez años, su generación lanzara sobre el sistema. ¿Habrá trabajado el FA para el polvo y para el viento?