Columna publicada el viernes 10 de diciembre de 2021 por El Mercurio.

El tema de la mujer, tanto sus derechos como sus oportunidades en la esfera pública y privada, se ha convertido en un eje central de la discusión política. No es casual el lugar que ha ocupado en las campañas presidenciales, lo que exige a cada uno de los candidatos tomar posturas y ofrecer propuestas al respecto. Sin embargo, para algunos sectores feministas de corte progresista el debate sobre qué implica ser “promujer” parece admitir solamente determinadas posiciones, dejando poco o ningún espacio para el disenso. De este modo, reivindicar los derechos de las mujeres implicaría realzar su autonomía individual como valor supremo, frente al cual cualquier otro fin o criterio se torna secundario, irrelevante o incluso contrario a la causa de las mujeres.

Por ejemplo, frente a los llamados “derechos sexuales y reproductivos”, y en particular en materia de aborto, cualquier postura antagónica es considerada ilegítima o cómplice de la dominación patriarcal sobre las mujeres. Frente al argumento de que la mujer es dueña absoluta de su propio cuerpo, no cabe ningún matiz, ni siquiera la consideración del carácter personal, como miembro de la especie humana, de la criatura en gestación. Asimismo, ante la bandera de la soberanía individual tampoco es posible sostener, sin ser criticado como discurso de odio, que ser mujer supone serlo biológicamente, pues muchos ya no aceptan límites para la subjetividad humana. En otro ámbito, ya no es legítimo que una mujer elija sacrificar su vida profesional en favor de su vida familiar, pues esto atentaría contra el “empoderamiento” femenino que se establece como único ideal posible. Bajo una noción solipsista de la libertad, la interdependencia humana es vista como un obstáculo en lugar de una condición necesaria para alcanzar la plenitud individual.

En suma, pareciera que para cierto progresismo solo hay una manera de favorecer la causa femenina. Bajo el disfraz de la emancipación y la diversidad se esconde a plena luz —paradójicamente— un fuerte esencialismo que dictamina cómo debe ser, pensar y actuar una mujer. De este modo, quien no comulga con su visión y posturas suele ser tildado automáticamente como misógino, machista o “cavernario”. Y en el caso de las mujeres disidentes, se las mira con condescendencia, como víctimas inconscientes de su propia dominación. Solo tal o cual mirada feminista es dueña de lo que debe entenderse por liberación, mientras el resto permanece en la oscuridad: en el lado incorrecto de la historia. Como señala Allan Bloom, “la tiranía más exitosa no es la que utiliza la fuerza para asegurar la uniformidad, sino la que elimina la conciencia de otras posibilidades, la que hace que parezca inconcebible que otros caminos sean viables”. Con eso, estos grupos remedan al más burdo de los patriarcados, traicionando al feminismo. Nadie sabe para quién trabaja.