Columna publicada el sábado 6 de noviembre de 2021 por La Tercera.

Dos hechos sociológicos han sido confirmados desde hace más de un año: uno es que las élites chilenas están altamente polarizadas. El otro es que el resto de la población muestra fuertes expectativas de cambio, pero no favorece posiciones extremas. Estos hechos se suman a la alta desconfianza y rechazo popular respecto a sus representantes políticos para dibujar un escenario de quiebre entre clase dirigente y ciudadanía. Un síntoma de esto son los políticos que intentan comprar votos con el dinero de los retiros de los fondos previsionales, pues ya no tienen nada más a qué apelar. La herida de la clase política llegó al hueso.

Los factores sociales principales que llevan a la moderación a las clases trabajadoras son bastante obvios: tienen mucho que perder, y lo saben. Además, nuestra población envejecida no parece muy animada con los saltos al vacío. Las élites de izquierda y derecha, en cambio, se encuentran encajonadas en una disputa sin cuartel por poder e influencia, y tienen harta espalda para jugar a la guerra. La misma desigualdad profunda que hace crujir nuestras instituciones facilita la mentalidad revolucionaria (y ludópata) que Vicente Huidobro llamó “cosa de príncipes”.

El camino obvio de salida de este pantano era una tregua de élites en torno a un nuevo pacto de clases orientado a consolidar, durante las próximas dos décadas, a nuestra clase media. Esto implicaba asumir pragmáticamente el divorcio entre estructura social y estructura institucional que hace crisis en octubre de 2019 como un problema de Estado, en vez de como una disputa de bandos. La otra alternativa era que las élites intentaran legitimarse traspasando su polarización a las mayorías y apostando por una escalada a los extremos. En otras palabras, buscando usar la beligerancia como forma de control social.

Lamentablemente, los grupos dirigentes, no estando a la altura, optaron por lo segundo. Así, se ha terminado planteando la elección presidencial como una batalla entre “modelos” totales y excluyentes. El menú, fuera de centrismos poco sustantivos que proyectan las sombras de Piñera y de Bachelet, nos ofrece o el salto al vacío o la restauración. Y todos los acomodados vamos siendo arrastrados por ese huracán.

Sin embargo, la pugna de señoritos parece no hacerle gracia al votante promedio. Mirando las encuestas se nota que el bando electoral triunfante será elegido por una minoría social y tendrá menos autoridad que Lord Farquaad. No hay agua en la piscina ni para la irresponsabilidad económica de Boric ni para la irresponsabilidad política de Kast. La brecha entre élites y ciudadanía sólo crecería bajo sus actuales programas.

¿Alguna solución? Las elecciones están encima, pero todavía hay un margen programático. Podría plantearse un acuerdo mínimo transversal que asegurara una lealtad compartida respecto a ciertas políticas de Estado que, además, orientarían positivamente el trabajo de la Convención Constitucional. Un seguro universal de salud con opción de seguros complementarios me parece el más consensual y el más sensible a las lecciones de la pandemia. Y mejor si incluye pacto complementario de responsabilidad fiscal y tributaria. ¿Quién ofrece su firma por la patria?