Artículo de Claudio Alvarado publicado en el quinto número de la revista del IES, Punto y coma.
“Una Constitución nacida en democracia”. Esta es quizá la mejor manera de resumir la esperanza que en muchos despierta el proceso constituyente. El anhelo sin duda es ambicioso. Lo es mirando hacia atrás, en la medida en que, según la gráfica expresión de ciertos historiadores, el “poder fáctico militar” jugó un papel protagónico en los hitos de 1833, 1925 y 1980. Pero dicho anhelo también es ambicioso mirando hacia adelante, porque exige terminar con la ambigua relación que existe entre la Convención Constitucional y la brutal destrucción del 18 de octubre de 2019. Si es verdad —como se repitió en los primeros días de la Convención— que los saqueos y el vandalismo de esa cruda jornada fueron “necesarios” e “hicieron posible” este itinerario, el nuevo texto tarde o temprano será considerado espurio. Aquí reside el punto ciego de aquella izquierda que sueña con un momento cero o revolucionario: la violencia es incompatible con un cambio constitucional genuinamente democrático, capaz de generar amplias lealtades a lo largo del tiempo. Guardando las proporciones, afirmar este origen nos condenaría a repetir los fantasmas que —pese a sus múltiples reformas— jamás dejaron de acompañar a la Carta que todavía nos rige.
Hay, con todo, otra lectura que resulta no solo más apegada a los hechos, sino también más consistente con la reconstrucción democrática que demanda el país. Ocurre que entre la violencia del 18 de octubre y la elección e inicio de la Convención corrió mucha, demasiada agua bajo el puente. Primero, una masiva e inédita movilización social, cuyo máximo hito fue la “marcha más grande de Chile”. Aunque la protesta pacífica tuvo un carácter difuso e inorgánico —no había petitorios, líderes ni voceros establecidos—, el descontento social y el anhelo de cambios significativos se volvieron evidentes. En seguida, es pertinente mencionar la angustiosa convocatoria al diálogo efectuada por Sebastián Piñera en la cadena nacional del 12 de noviembre de 2019. El Presidente fue incapaz de conducir la crisis —en rigor, la agravó—, pero cuando muchos en su entorno clamaban por los militares para frenar la violencia que azotaba al país, él apostó por la deliberación política (aunque al costo de ceder al diagnóstico de la oposición y entregar la iniciativa al Congreso). Luego vino el hito político clave: el Acuerdo firmado tres días después y suscrito desde la UDI hasta Gabriel Boric, cuyo propósito fue encauzar la crisis por la vía institucional. Por último, cabe recordar el categórico triunfo del Apruebo en el plebiscito de entrada, el 25 de octubre de 2020, abriendo formalmente el proceso constituyente.
Como puede verse, afirmar el origen democrático del camino constitucional tiene fundamento: entre la “vía de los hechos” y el funcionamiento de la Convención, tanto la movilización social como el sistema político —el pacto del 15 de noviembre— desempeñaron un rol central. Naturalmente, sostener dicho origen tiene consecuencias, pues exige reconocer que estamos en presencia de un fenómeno sujeto a reglas y límites, como cualquier arreglo democrático digno de ese nombre. Como fuere, los mayores interesados en destacar ese Acuerdo como antecedente próximo del sendero que estamos recorriendo debieran ser aquellos que —según decíamos al comienzo— sueñan con una Carta Magna nacida en democracia. ¿Por qué, entonces, han existido tantas dificultades para reconocer esa realidad? ¿Por qué hay quienes insisten en identificar el proceso en curso con un supuesto poder constituyente originario? ¿Por qué invocar hoy esta idea inseparable del Terror francés e invocada por la Junta Militar en 1980? Explorar esta interrogante es fundamental para el presente y el futuro de la democracia chilena.
Revanchas culturales
Hay un primer elemento que pareciera influir en este panorama y que fue tempranamente advertido por Mario Góngora en su célebre Ensayo histórico: el ánimo refundacional que caracterizó al régimen de Pinochet. Góngora fue muy crítico del proceso revolucionario que empujó la Unidad Popular, pero también articuló un severo cuestionamiento a la imposición de un nuevo proyecto modernizador, al que calificó como “una ‘revolución desde arriba’, paradójicamente antiestatal”. En las duras palabras del historiador, “la planificación ha partido de cero, contrariando o prescindiendo de toda tradición, lo que siempre trae consigo revanchas culturales”.
No se requiere aceptar completamente la tesis de Góngora para percibir que anticipó con lucidez uno de los dramas del Chile posdictadura: el espíritu de vendetta que se observa en muchos ciudadanos y líderes públicos, incluyendo varios convencionales (a pocos días de instalada la Convención, Jorge Baradit llegó a decir que eran “convenientes” las agresiones sufridas por los convencionales de centroderecha). Ese espíritu se ve favorecido por diversos elementos. Algunos de ellos se apoyan en antecedentes reales y guardan directa relación con la época en la que escribe Góngora, como la herida abierta de los detenidos desaparecidos o la necesidad de ajustes al modelo económico instaurado en ese entonces; necesidad ya develada a nivel masivo con las movilizaciones de 2011. El “retorno de los reprimidos” del que hablan los sicólogos y del que previno expresamente el sociólogo Pedro Morandé.
Pero hay también otros elementos que favorecen el deseo de venganza y que, aunque son más incomprensibles e injustificables, igualmente están presentes en nuestro debate. Me refiero a cierta nostalgia acrítica de la Unidad Popular (como si no hubiera existido la renovación socialista); al cuestionamiento desmesurado a la transición pactada y los gobiernos de la Concertación (como si el retorno pacífico a la democracia no tuviera méritos ni hubiera sido sistemáticamente apoyado en las urnas); a un curioso recelo respecto de la alternancia en el poder, consustancial al régimen democrático (a pocos días del Acuerdo de noviembre se quiso destituir a Sebastián Piñera); y a algunas ideas políticas que conducen a la sacralización de la violencia del 18 de octubre (Carl Schmitt se ha vuelto un autor cada vez más popular en las izquierdas).
Ese variopinto elenco de motivaciones favorece el ánimo de revancha y éste, a su vez, atenta contra la posibilidad de reconocer en un pacto político transversal el antecedente inmediato del proceso constituyente. Conviene notar que en esta discusión hay algo muy profundo en juego: renunciar (o no) al propósito de crear un hito análogo al quiebre de 1973, pero de signo contrario, que es justo a lo que conducen los elementos señalados. Es decir, abandonar (o no) la pretensión de impulsar una nueva refundación, que perpetuaría el ciclo que supuestamente se busca superar con el trabajo de la Convención. Se trata, en suma, de la posibilidad de dejar atrás el período de las “planificaciones globales”. Lograrlo supone reivindicar de modo crítico —es decir, reconociendo sus carencias, pero también sus frutos más nobles— el derrotero de la nueva democracia chilena, desde Patricio Aylwin hasta Sebastián Piñera. La pregunta, en último término, podría ser formulada como sigue: ¿seremos capaces de reconocer que el Chile posdictadura encontró, incluso en su peor momento, en medio del caos de octubre y noviembre de 2019, energías políticas y morales para trazar un camino político compartido e institucional?
Nada de esto será fácil para la nueva izquierda, pero si ella persiste en el ánimo de revancha y, sobre todo, en la mistificación del 18 de octubre —relegando a un segundo plano el 15 de noviembre—, será improbable que perdure, o incluso que se apruebe mayoritariamente, “una constitución nacida en democracia”.
Una crisis de mediación
Existe, adicionalmente, otra razón que dificulta reconocer en el Acuerdo constitucional el origen próximo del itinerario constituyente. Se trata del creciente escepticismo que despiertan las instancias de mediación política y cultural, del tipo que sean. Aunque el fenómeno ha irrumpido con particular fuerza en nuestro país, estamos en presencia de un problema de alcance global y, por lo mismo, no tendrá solución fácil ni rápida. No hablamos solo de la crisis de los medios de comunicación o de las instituciones políticas tradicionales: el asunto es bastante más profundo. Desde el declive de la idea de nación (que media entre el ciudadano y la humanidad) hasta la pérdida de credibilidad de la Iglesia (que media entre los creyentes y la eternidad), hoy existe un deseo de inmediatez muy extendido, que atenta contra cualquier esfuerzo de intermediación. Este panorama a veces se expresa de modo patológico —“¡quiero mi cuarto de libra ahora!”—, y se ha visto favorecido no solo por el auge de las redes sociales, sino también por diversos escándalos de corrupción. Todo ello ha acelerado la desconfianza en entidades públicas y privadas, una amenaza latente para la reconstrucción política de Chile.
Por de pronto, el escenario descrito conduce a mirar con distancia al Congreso, a los partidos y a los dirigentes políticos. Es decir, precisamente a quienes en la oscuridad de noviembre de 2019 dibujaron una ruta institucional para intentar procesar la crisis. Con todo, este mismo hecho confirma que la convivencia democrática siempre, incluso en sus momentos más difíciles, necesita canales institucionales para procesar los conflictos, por desacreditados que se encuentren. Si se quiere, durante el estallido social se visibilizó con singular dramatismo una dinámica constante de la vida común: no existe un “pueblo” uniforme y homogéneo, sino que cohabitan en él múltiples demandas, carencias e inquietudes, eventualmente irreconciliables entre sí. Mientras la violencia no conducía a ningún lugar, y mientras la dimensión pacífica de la protesta se caracterizaba por su dispersión, fueron los desprestigiados dirigentes e instituciones políticas quienes ofrecieron una salida, peor o mejor, pero una salida al fin y al cabo.
Visto en retrospectiva, esto no debiera sorprender demasiado. Como señalara hace algunos años a Fernando Atria en sus días de académico, la ciudadanía puede advertir y expresar mejor que nadie sus problemas, pero para transitar de la “negatividad” a la “positividad” —de la denuncia y expresión del malestar a las vías que permiten encauzarlo—, resulta indispensable la deliberación que posibilitan las denostadas instituciones políticas. Estas cumplen un papel central e insustituible, en la medida en que permiten articular los diversos problemas, anhelos y demandas de la población. Dicho de otro modo, la voluntad popular no es algo estático, sino que se va formando precisamente mediante la deliberación de los representantes. Sin ellos las alternativas, al final del día, se reducen o al caos propio de la anarquía y el desgobierno, o a la imposición de un orden autoritario que tal vez logre superar momentáneamente aquel caos, pero sin la participación libre de los ciudadanos y con un altísimo riesgo de abusos.
Llegados aquí, puede formularse una paradoja muy sintomática de las vicisitudes que experimenta nuestro país. Por un lado, ya hemos señalado que fueron las fuerzas políticas con representación parlamentaria —con la excepción del Partido Comunista— las que concordaron un camino institucional orientado a superar la crisis. Por otro lado, si las cosas estallaron al punto que lo hicieron fue, en gran medida, por la incapacidad de aquellas fuerzas políticas y, en suma, del Estado chileno, para anticiparse y enfrentar a tiempo el malestar social que se venía incubando en nuestra sociedad (en los números 3 y 4 de Punto y coma se ahonda con cierto detalle en ese déficit). Por este motivo, no exagera Rodrigo Correa, académico de la Universidad Adolfo Ibáñez, cuando afirma que “para superar la crisis no queda más alternativa viable que reconstruir las instituciones que median entre los intereses de la ciudadanía y el ejercicio del poder”. Como señala el mismo Correa, para acometer esta tarea un cambio constitucional fructífero puede ser útil, pero el reto excede con creces este ámbito. El desafío es rehabilitar nuestra democracia, con todo lo que esto implica.
Del pueblo, por el pueblo, para el pueblo
Pero ¿qué implica exactamente, en concreto, tal rehabilitación? La respuesta no es sencilla. Todos tenemos alguna noción de qué implica vivir en el marco de una democracia occidental, pero, tal como subraya el historiador Joaquín Fermandois, pertenece a la esencia de este sistema la disputa acerca de su significado. En efecto, la democracia supone una experiencia política compleja e inacabada, que encuentra precisamente en la discusión pública de los conceptos controvertidos uno de sus rasgos distintivos; y la democracia misma no es la excepción. Un buen ejercicio para tomar conciencia de este fenómeno y, en particular, de la complejidad de este régimen, es reflexionar someramente en torno a la clásica síntesis de Abraham Lincoln. Esto es, la democracia entendida como “el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo”.
Como advierte el pensador de origen alemán Eric Voegelin en el primer capítulo de La nueva ciencia de la política, tras la aparente sencillez de esta fórmula se ocultan al menos tres aspectos inherentes a este régimen: ahí el símbolo “pueblo” quiere decir tres cosas relacionadas, pero distintas entre sí. En primer lugar, el gobierno “del pueblo” supone una sociedad políticamente articulada —la sociedad chilena, en nuestro caso—, con una determinada cultura, historia y estructura social, todo lo cual condiciona el ejercicio de los mecanismos democráticos. Si nuestros gobernantes, legisladores y convencionales quieren ser exitosos en sus respectivas misiones, deberán hacer el máximo esfuerzo posible para intentar comprender esa sociedad que les precede (por eso, dicho sea de paso, es una muy mala receta tildar de populistas a los adversarios políticos sin antes preguntarse por las razones que llevan a la ciudadanía a elegir determinados liderazgos, aun cuando sean problemáticos). Parte de nuestros problemas guardan directa relación con una fractura entre las grandes mayorías y aquellos que ejercen esas tareas políticas indispensables. Parte de la solución, entonces, pasa por disminuir esa brecha e intentar volver a leer e interpretar a los chilenos, una y otra vez; en hacerlos copartícipes y no simplemente espectadores de los procesos políticos.
Si lo anterior es plausible, resulta crucial acercar la política a la ciudadanía. Desde este ángulo se entiende, por ejemplo, la creciente demanda por mecanismos de democracia directa que complementen a las instituciones políticas tradicionales. En ese sentido, es de toda lógica flexibilizar los requisitos para llevar adelante plebiscitos comunales que permitan incidir a los ciudadanos en temas que los afectan en su vida cotidiana. Sin embargo, hay que cuidarse de la ilusión según la cual la rehabilitación democrática de Chile pasa única o principalmente por este tipo de medidas. Después de todo, algunas son más polémicas o discutibles de lo que suele reconocerse. Por mencionar un par de casos, mientras los referéndums revocatorios son garantía segura de inestabilidad política, la iniciativa popular de ley fácilmente puede ser instrumentalizada por parte de grupos de presión. Pero lo principal va por otro lado, y consiste en que hay que tener suma cautela ante dicha ilusión que invita a prescindir de la representación: según veíamos en el acápite anterior, ella es sencillamente irremplazable. Así lo entienden incluso destacados partidarios de los mecanismos de democracia directa (como el politólogo David Altman, quizá el mayor experto sobre el tema en nuestro medio). Los instrumentos representativos —elecciones y partidos, Ejecutivo y Congreso— son, a fin de cuentas, aquello que permite la mediación política.
Acá surge precisamente el segundo significado del símbolo “pueblo” en la fórmula de Lincoln: el gobierno “por el pueblo” es el gobierno de sus legítimos representantes, aquellos que logran conducir a la sociedad en la búsqueda del bien público. Por este motivo, tanto o más relevante que introducir mecanismos de democracia directa es fortalecer las instancias clásicas de representación. Esa es la importancia de los debates que debe revisar la Convención sobre el régimen de gobierno, la estructura del Congreso, el sistema electoral, el rol de los partidos políticos y el despliegue del Estado en el territorio. En este complejo entramado institucional se juega, fundamentalmente, la vitalidad de nuestra representación política. Los ajustes en cada una de estas esferas deben considerar, como decíamos antes, la cultura política de la sociedad chilena, pero también deben atender a los indudables problemas que exhibe nuestro sistema político. Acercar la política a la ciudadanía también implica hacerla más eficaz.
El primer punto —mirar a la sociedad, atender a nuestra cultura— invita, por ejemplo, a ser sumamente cuidadoso con un eventual cambio a la forma de gobierno. Guste o no, a la tradición democrática tal como se ha desarrollado en Chile le es consustancial la elección del Presidente de la República. Por lo demás, en un clima sumamente crítico de las élites partidarias sería muy riesgoso sustraer del sufragio universal la arraigada elección del gobernante (basta recordar el recelo que despierta el reemplazo de una vacante parlamentaria por parte de las cúpulas partidistas). Pero eso no es todo. El segundo punto —mejorar la mediación política y dotar de mayor eficacia al sistema— exige que, de mantenerse el régimen presidencial, se introduzcan modificaciones que faciliten las mayorías parlamentarias para terminar con el bloqueo del sistema y, de este modo, poder llevar adelante los programas de gobierno. Esto último probablemente requiere revisar el sistema electoral vigente (con él la fragmentación política es casi inevitable), pero también mantener el bicameralismo: las mayorías requieren tanto diques de contención como representación territorial. Este es el tipo de visión de conjunto que demanda repensar el gobierno “por el pueblo” propio del régimen democrático.
Con todo, no hay democracia posible sin ciudadanos comprometidos con su éxito, y por eso la fórmula de Lincoln concluye destacando que se trata del gobierno “para el pueblo”. Los destinatarios de las políticas democráticas son al mismo tiempo sus protagonistas. De ahí viene la elección de las principales autoridades, ellos marcan la pauta desde la opinión pública y la participación social organizada, y en sus comunidades se forman los futuros actores de la vida común. Por eso suele decirse que la democracia es el más exigente de los regímenes posibles; y por ese motivo tiene fundamento el dicho según el cual los países cuentan con los gobernantes que se merecen.
En este sentido, no es imposible pensar que la rehabilitación de nuestra vida política se juega, en el largo plazo, en la reconstrucción del debilitado tejido social chileno: si —al decir de Hölderlin— el Estado es el muro alrededor del jardín, resulta indispensable cultivar este último. No es casual que diversos diagnósticos relativos a la fractura que se visibilizó en octubre y noviembre de 2019 coincidan en que es precisamente en el plano de la convivencia donde cabe encontrar las raíces últimas de la desafección con el sistema y el quiebre de los vínculos entre política y sociedad. Es indispensable reiterar esto una y otra vez: nuestros problemas no residen única ni principalmente en el nivel constitucional o institucional. De ahí el protagonismo que debieran adquirir en nuestra discusión pública, por ejemplo, temas como la fragmentación familiar, el analfabetismo funcional y el aporte público de la sociedad civil y el mundo privado (algunos de los cuales se desarrollan en las páginas siguientes de este número de Punto y coma). Nada de esto es trivial, porque el titánico desafío de soldar nuestra fractura política y social es de largo aliento y, por tanto, dista de agotarse en el proceso constituyente.
De todos modos, es indudable que este proceso nos ofrece una oportunidad privilegiada no solo para reivindicar el diálogo, el debate razonado y la tolerancia al disenso político, sino también para robustecer nuestras instancias de mediación política, según hemos insistido en las líneas anteriores. Faltan varios meses para saber con certeza si la Convención estará o no a la altura de esta tarea. Puede decirse que el 15 de noviembre de 2019 los dirigentes políticos lo estuvieron, pero ni antes ni después ha sido esa la tónica. Lo cierto es que Chile está recorriendo un camino largo, complejo e ingrato por muchos momentos, y que el destino de este itinerario dependerá de los convencionales, pero también de la opinión pública llamada a fiscalizarlos; de los ciudadanos comprometidos con su democracia.
¿Se logrará, en suma, canalizar la crisis por la vía institucional, o más bien continuaremos la revuelta por otros medios? Dependiendo cómo termine respondiéndose esta pregunta se cumplirá (o no) el sueño de quienes aspiran a una “constitución nacida en democracia”.
Claudio Alvarado Rojas es abogado y magíster en derecho por la Pontificia Universidad Católica de Chile, donde es profesor de derecho constitucional. Actualmente estudia un doctorado en filosofía en la Universidad de los Andes (Chile) y ahí también es docente en el magíster de estudios políticos. Es, además, director ejecutivo del IES y autor del reciente libro Tensión constituyente: Estado, gobierno y derechos para el Chile postransición (IES, 2021).