Artículo de Leila Guerriero sobre la escritora argentina Mariana Enríquez y su libro Nuestra parte de noche, publicado en el tercer número de la revista del IES, Punto y coma (septiembre 2020).

—Yo noto que es un ovni. Una novela ovni. Cuando la publiqué no me dio miedo que fuera rara. Me daba más miedo que dijeran que me estaba repitiendo, que había publicado “otro cuentito socio-terrorífico”. En cambio con la novela fue “¿Qué es esto? ¿Aleister Crowley, Inglaterra, la memoria, las cirugías, los cuerpos destrozados, la medicina, el rock, la magia negra, el under?”. 

La novela Nuestra parte de noche, de la escritora argentina Mariana Enriquez, ganadora del premio Herralde 2019 y publicada por Anagrama, es, en efecto, un ovni: una novela de terror que crece en capas de lectura hasta ser una novela de época, una novela política, una novela social y una novela de personajes que explora la relación entre padres e hijos y el problema de la identidad en torno a una pregunta: ¿es posible escapar de una marca histórica y genética, se puede torcer el brazo de la herencia? 

Oceánica, dividida en seis partes y con casi 700 páginas, repleta de saltos temporales, de cambios de voz y de puntos de vista, con diversos registros —la narración tradicional, el apunte íntimo, el apunte periodístico—, ya ha sido traducida a más de quince lenguas. Gonzalo Pontón Gijón, uno de los integrantes del jurado del premio Herralde, dijo que “Nuestra parte de noche desborda las convenciones del género para elevarse a la categoría de novela total, abierta a grandes asuntos: los lazos terribles del amor y de la amistad, la enfermedad como condición de vida, la verdad atroz de los dioses, la cara oculta de la historia y de la política”. El mexicano Juan Pablo Villalobos, también parte del jurado, la ubicó en “la tradición de la Gran Novela Latinoamericana” perteneciente a una estirpe “de obras tan disímiles, pero igualmente ambiciosas y desmesuradas, como RayuelaParadisoCien años de soledad 2666”. 

De eso podría deducirse que Mariana Enriquez escribió algo así como un clásico. Pero ni eso ni su nombre resonando desde hace tiempo como una de las voces latinoamericanas más intensas de su generación —nació en 1973— la hace pensarse como alguien que ya no necesita hacer esfuerzos para que eso que hace años parecía difícil —vivir de y para escribir— funcione. En una entrevista del año 2013 decía: “Para mí no hay nada más grato que la seguridad de un laburo. No entiendo a la gente que renuncia. Me da miedo. Yo agarro todo lo que me ofrecen, porque tengo un temor supersticioso: pienso que, si digo que no, se va a acabar todo y voy a terminar… en Lanús”. Que es el sitio del conurbano bonaerense donde vivió con su familia de clase media trabajadora, sumida una y otra vez en las crisis económicas, sociales y políticas de la Argentina. Ahora, desde su casa en Parque Chacabuco, Buenos Aires, el sitio en el que vive desde 2009, dice: 

—Yo no me puedo dejar de pensar como periférica, y por tanto no me puedo dejar de pensar como vulnerable. Es como una respuesta al trauma. Yo siento demasiada fragilidad. La sensación de que si no tenés híperproductividad te vas a la mierda. Y creo que es treinta por ciento trauma y setenta por ciento comprobación fáctica. Te vas a la mierda. Y hay un punto en que decís “¿Por qué no me voy a la mierda y chau?”. Todo se resume en que tenés miedo de ser pobre, y es un tipo de miedo que una persona con un cierto nivel estándar no puede entender. 

Enriquez es hija de las crisis. En su artículo “Aquí hace frío”, publicado en 2018 en El País, escribía: “no estoy preparada para otra crisis. Se trata simplemente de desgaste de materiales: crecí con la crisis de 1982, mi padre despedido del trabajo, la guerra de Malvinas, mi madre tratando de compatibilizar un empleo precario con su depresión; atravesé la hiperinflación de 1989 con cortes de energía programados, una adolescencia a oscuras, escuchando casetes en equipos con baterías que se agotaban, iluminada con velas en las escaleras de los edificios. Vi exiliarse a mis amigos y el horrible final de los años noventa lo pasé en casa de mi madre, en los suburbios de Buenos Aires, bebiendo cerveza en la cocina, sola, por la noche. En 2001, el olor de los gases lacrimógenos llegaba a mi lugar de trabajo y trabajé por dólares de cualquier cosa: hasta fingí ser traductora de italiano para un documentalista que había venido a registrar la crisis. (…) No sé qué espero ahora porque nada así pasará, creo: este desastre no será una explosión, eso dice mi experiencia de persona traumatizada. Pero de todas maneras espero el estallido, el botón de resetear: es mejor que la tensión de los pequeños derrumbes”. Hay en ella una respuesta aprendida ante esos momentos de derrumbe que consiste en multiplicarse, en quintuplicar su capacidad de trabajo, que es mucha: además de escribir ficción, dar clases, conferencias y escribir en varios medios dentro y fuera de la Argentina, trabaja como subeditora del suplemento Radar, de Página/12

Fue quizás ese pánico a rechazar trabajo el que hizo que aceptara escribir un cuento, aunque nunca había escrito uno, para la antología La joven guardia, publicada en 2005, en la que participaron las voces más destacadas de la nueva generación de escritores argentinos. “Fue el primer cuento que escribí en mi vida. Me preguntaron, dije “sí” y lo escribí. No fue mucho más misterioso que eso”. Ese cuento podría ser el kilómetro cero de una serie de florecimientos que se reflejaron en su obra de ficción, y de los cuales Nuestra parte de noche parece la síntesis total. En el cuento, llamado “El aljibe”, una niña acompaña a su madre, su tía y su hermana a consultar a una curandera en la provincia de Corrientes. Después de ese encuentro, la vida de la niña se transforma en una pesadilla. Todo le da pánico: salir de su cuarto, ir a la escuela. Termina con una revelación bestial: las culpables del miedo que la consume son su madre, su tía y su hermana, que la han ofrecido como víctima propiciatoria en aquel encuentro con la curandera. “A mí siempre me gustó escribir terror —decía en aquella entrevista de 2013— , y de hecho es lo que más me gusta leer, pero en las novelas no me salía. Y en los cuentos pude. El problema es que es muy fácil el lugar común, el cliché. La pirotecnia tiene que estar, porque es terror, pero no puede ser solo eso. Y el otro problema es quedarte sin tema: ¿cuántas veces podés escribir sobre el fantasma, el muerto vivo?”. 

Sin embargo, ella pudo. Ecualizando la pirotecnia, siguió escribiendo cuentos de un horror potente, por posible. En 2009 publicó Los peligros de fumar en la cama y en 2017 Las cosas que perdimos en el fuego, libros que reunían relatos en los cuales los escenarios no eran cabañas perdidas en la espesura de un bosque sino barrios de Buenos Aires, casas abandonadas del conurbano, en los que el horror irrumpía como una alteración abrupta de lo cotidiano. “Fin de curso”, que publicó en la revista Lamujerdemivida, empieza con la presentación de una de esas chicas “que hablan poco, que no parecen demasiado inteligentes ni demasiado tontas, y que tienen ese tipo de caras olvidables” y después pasa esto: “Hasta que, en la clase de Historia, alguien dio un pequeño grito asqueado. (…) Mientras la profesora explicaba la batalla de Caseros, Marcela se arrancó las uñas de la mano izquierda. Con los dientes. Como si fueran uñas postizas”. 

Las obsesiones de Enriquez pueden rastrearse en su gigantesca obra periodística —que será compilada en El otro lado, un volumen que publicará la editorial de la Universidad Diego Portales este año—, y son tan específicas como diversas: el ocultismo, el rock, los problemas de género, la adolescencia, el vampirismo, la sexualidad ambigua, los poetas y músicos suicidas, las drogas. Es acaudalada: lo sabe todo acerca de esas cosas (y de muchas otras), y esparce ese conocimiento con erudición desaprensiva, sin altivez. Nuestra parte de noche funciona como un condensado de todas esas obsesiones, un dínamo que recoge la energía que destilan y las convierte en una novela a la vez decimonónica y contemporánea, construida con materiales exquisitos y otros supuestamente espurios, que encuentra en ese mestizaje su refinadísima potencia. 

***

Comienza con el viaje en auto de un padre con un hijo hacia la provincia de Misiones en el año 1981, uno de los últimos años de la dictadura militar argentina que comenzó en 1976 y terminó en 1983. Juan, el padre, y Gaspar, el hijo aún pequeño, viajan en circunstancias que no quedan claras. Se sabe que Rosario, la madre del niño, ha muerto, pero no cómo. Se sabe que viajan, pero no por qué ni cuál es su destino. Son dos seres salidos de la nada, en una situación que se percibe tensa. Nada más. 

—Yo quería que no se supiera durante un tramo bastante largo quién era esta gente. Quería que fuesen dos claveles del aire. Quería que no se supiera si se están escapando de los milicos, si son dos indigentes que se robaron un auto. El auto, además, es un auto malo, un Renault, y después entendés que es parte del camuflage, pero no sabés que se están camuflando. Y en ese engaño podés ver cualquier cosa. 

De a poco comienza a quedar claro que Juan es un hombre adinerado y un médium excepcional, y que Gaspar también, aunque no tiene conciencia de serlo, y que viajan a Puerto Reyes, una mansión en medio de la selva en la que viven los abuelos maternos de Gaspar y donde pasan cosas siniestras de las que Juan forma parte; cosas relacionadas con una hermandad, la Orden, que rinde culto a un dios amorfo, la Oscuridad, una entidad que mutila y consume cuerpos humanos y a la que Juan tiene el don de convocar. Alterando el tradicional relato de peregrinación al confín, que en la literatura argentina es sinónimo del viaje hacia el sur, hacía la Patagonia, Enriquez coloca a sus protagonistas en un camino inverso: los hace ir hacia el norte y el trópico, hacia la selva desbordada. 

—Es el gótico sureño. La idea de un territorio maldito del que solo puede salir el horror porque ahí se llevó a cabo algo irreparable. Que es la idea de Faulkner, un territorio que está más allá de la redención. Esa fuerza literaria que tiene el gótico sureño: un lugar hechizado, que psicogeográficamente siempre va estar atado al mal. Hay mucha literatura que tiene que ver con la naturaleza indomable pero asociada al desierto y a la frontera con el indio, con el malón. Y me parecía que había un abandono de otra tradición de frontera, que es la frontera con Paraguay, con Brasil, los cultos afrobrasileños y los grupos indígenas de esa zona, que eran menos guerreros y más místicos. Ahí había una mitología más explorable y menos contaminada por una literatura ya escrita. La relación con ese mestizaje, con ese misticismo, con esa naturaleza, con esa geografía que es alucinante. Es un lugar psicodélico, es La selva esmeralda, El señor de las moscas.

Conoce bien la Mesopotamia argentina, las provincias de Entre Ríos, Corrientes y Misiones, rodeadas por los ríos Paraná y Uruguay, un territorio caliente, rico en religiosidades populares y cultos paganos como el de San La Muerte. Su abuela era correntina y había crecido en un pueblo llamado San Luis del Palmar. Cuando Enriquez era chica, su abuela le contaba “de su vida en Corrientes. Historias de su hermana suicida. O de la hermanita que habían enterrado en el fondo. O de cuando se escapó un tipo de un manicomio y la perseguía para violarla”. Durante su infancia y parte de su adolescencia, Enriquez visitó a menudo la casa de los familiares que vivían en esa provincia. 

—Cada vez que iba me caían cascarudos en la cabeza, me metía en la laguna y me mordían las palometas, era un nivel de violencia de la naturaleza terrible. Me iba a festejar año nuevo y la fiesta duraba tres días, todo el mundo vomitando y escuchando chamamé y al otro día se iban caminando a la virgen de Itatí, todas mis primas terminaban con las patas llenas de ampollas, se las curaban y se iban a pescar surubíes a una isla en la que hay un lugar que se llama la Mansión de invierno, que son ruinas de una casona que un tipo pensó como hotel. En esa región hay una dimensión donde todo funciona de manera racional: trabajan, van a la cosmetóloga, pero después si uno tiene una imagen de San la Muerte y lo tira adentro de un vasito de vino para darle un poquito de vino al santo, nadie mira raro, es normal. Son dos niveles que conviven bien. Toda esa riqueza me resultaba ideal para situar una historia de exceso, no de contemplación.  

Tiene respuestas para todas las preguntas que se le hagan acerca de la construcción de su artefacto narrativo. Es una autora con ideas sólidas acerca de la literatura y quizás ese gran equipamiento, producto de una pericia natural sobrealimentada por información específica, sea una reacción a la forma silvestre en la que entró a este mundo. A los 17 años empezó a escribir una novela, una historia gótica de amor gay. Una periodista, hermana de una amiga suya, se la pidió para presentarla en Planeta. Al editor, Juan Forn, le gustó y se publicó en 1995 con el título Bajar es lo peor. Para entonces, Enriquez estudiaba periodismo. La crítica la trató mal, pero la novela generó lectores fanáticos y ella, una autora joven que había escrito un libro repleto de sexualidad y drogas, tuvo un nivel de exposición gigante: “Fui a la tele, a la radio, me llamaban para opinar de los chicos que se drogaban —decía en una entrevista de 2013—. Y yo me drogaba, y tenía miedo de que me llevaran presa, así que no sabía qué decir. Una vez me hicieron una entrevista en la revista La Maga, y el periodista me preguntó si a mi literatura la inscribía en lo autorreferencial o lo narrativo. Por ese momento representaban dos posturas opuestas, por las que se había peleado una generación de escritores. Y yo no tenía ni idea de qué era eso, entonces le di una respuesta patética. Le dije: “Ah, las dos están buenas, estaría bueno reunir a las dos”. ¡Reunir a las dos!”. El libro le permitió conseguir trabajo en Página/12, pero esa fama automática le produjo daños colaterales. Tenía “esa sensación de que no sabía nada. “Se van a dar cuenta de que soy un desastre”, pensaba”. Recién en 2004 —“Diez años después: mirá el tamaño del trauma”— publicó otra novela: Cómo desaparecer completamente. Era la historia de un chico violado por su padre que sobrevivía a una madre atiborrada de pastillas y a una hermana con la cara desfigurada por el tiro de un suicidio que había salido mal. En 2009 reunió doce relatos de terror, los publicó bajo el título de Los peligros de fumar en la cama, y la crítica la puso por las nubes. Después de la novela Chicos que vuelven (2010), y los libros de no ficción Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios (2013) y La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo (2014), en 2017 publicó los relatos de Las cosas que perdimos en el fuego y el libro fue muy traducido y elogiado. Entonces empezó a pensar en escribir esta novela, cuyo germen fue una idea a mano alzada. 

—Empezó con ganas de escribir una novela de género, salir del cuento. Llega un momento en que ya no sé qué más decir en ese formato. Me deja de interesar. Había publicado una novela cortita, Este es el mar, y después de eso retomé una idea para la novela: el personaje principal, Juan, y la situación en la que está atrapado, la secta ocultista que convoca a un dios. Un dios amorfo, una oscuridad que produce mutilaciones. Era una idea muy cuadrada. 

Juan ha sido un chico enfermo, hijo de padres humildes que deciden entregarlo al médico que lo opera y le salva la vida. Criado por una familia millonaria que forma parte de la Orden, se transforma en un médium con el cuerpo sometido a cirugías enormes por el desgaste que esa mediumnidad le produce. Gaspar, su hijo, es depositario de esos dones y Juan intenta impedir que los miembros de la Orden descubran que ha heredado esa capacidad. En el camino para evitarlo se muestra como un padre monstruoso y cruel: somete a su hijo a una vida enfermiza en una casa deprimente; le hace un corte brutal en el brazo para dejarle una marca de protección, sin explicarle jamás qué sucede; fluctúa entre entre la opacidad, la hipersexualidad ritual y la furia. Gaspar es un chico discreto y maduro, con un grupo de amigos formado por Vicky, Pablo y Adela, un personaje al que le falta un brazo y que proviene de un cuento incluido en Las cosas que perdimos en el fuego. Todos viven en un barrio de clase media, en el que hay una casa abandonada que los atrae y los aterra: una casa que es más grande por dentro que por fuera y está repleta de mal, un horror arquitectónico que también protagoniza la historia. 

—Yo no quería contar a la víctima como a alguien que podés disculpar. Hay cosas que no podés disculpar de Juan. Cuando lastima a Gaspar, o lo encierra y lo hace cagarse y mearse encima, vos podés decir “Lo hace por protegerlo”, pero ¿por qué no le cuenta, por qué no le dice para qué hace todo eso? Juan es una víctima porque es un niño raptado, es un esclavo, pero es una víctima que puede actuar como un villano. Y también es ambigua la cuestión de salvar al hijo. Lo quiere salvar del destino, pero es igual de importante en él la motivación de no querer darle algo a la Orden. La motivación egoísta de decir “Esto es mío y no te lo doy” es tan importante como la motivación afectuosa. Y yo quería que todos los personajes tuvieran esa ambigüedad.

Cuando Gaspar despierta en un cuarto de hospital repleto de marcas y golpes, sin saber qué ha sucedido, ella escribe: “Tenía los brazos llenos de moretones. (…) Uno de los moretones en forma de mano se parecía mucho a la marca, a la quemadura, que tenía su padre en el brazo. (…) Es su mano, pensó Gaspar, son sus dedos, los conozco. (…) Le bastó mirar a su padre para saber que era el responsable, para saber que lo había atacado”. 

La novela está repleta de personajes ambiguos —Rosario, la madre de Gaspar, quiere a su familia pero está más interesada en el poder; Esteban, un personaje secundario fundamental, actúa como protector de Juan y Gaspar pero lo hace a media máquina, como si le diera pereza, aun cuando su protección cuidado podría salvarlos a todos—, y en una subtrama fantasmal están presentes los desaparecidos, los niños nacidos en cautiverio y apropiados por la dictadura, los militantes de la izquierda armada, y otros asuntos que no por terrenales son menos perturbadores: los cortes de luz por la crisis energética de los primeros años de la democracia, las drogas, la aparición del VIH, el rol de las mujeres. 

El relato abarca una época específica: comienza en 1981 y avanza hasta 1997, con saltos temporales como el capítulo que transcurre, narrado por Rosario, en el Londres de los años sesenta, en el que Enriquez hace estallar las referencias artísticas y culturales de esa época, como si estuviera decidida a darse todos los gustos: pone en escena la música y la ropa y las calles que transitaba esa juventud luminosa, la misma que, en los setenta, se convirtió en oscura (“La búsqueda espiritual hippie, esa juventud dorada que tenía la idea de cambiar el mundo para bien, se va al diablo desde adentro, y Woodstock se transforma en Altamont, las chicas californianas del amor libre se transforman en las chicas del clan Manson, ellos mismos se convierten en lo que temían”), un reflejo macro del viaje de Gaspar, de su peregrinación de chico noble hacia una identidad quizás tenebrosa. 

—Yo decidí que el año de la dictadura iba a ser un año gris de la dictadura: el final y antes de la guerra de Malvinas. No quería que me obligara a tener un diálogo demasiado intenso con los sucesos de la actualidad histórica, sino que pudiera ser un diálogo tranquilo. Los años noventa están elegidos tramposamente hasta el año 96, que es antes de la llegada de lo digital. Yo no quería que Gaspar tuviera Google maps, ni teléfono celular. Ahora, con un teléfono, no puede esconderse ni tres días. Necesitaba que los malos tuviesen herramientas esotéricas para buscarlo, pero no las herramientas tecnológicas. 

Enriquez describe con registro realista la selva misionera, los barrios de clase media de Buenos Aires, el suburbio bonaerense, y deforma ese registro con soltura para pasar al mundo fantástico y del horror, un horror de raíces latinoamericanas absolutamente no folklórico, aun cuando remite a leyendas como la del invunche, un ser con la cabeza aplastada y doblada hacia atrás que protege la entrada a la cueva de los brujos. Así construye pasajes aterradores, y narra de esta manera el momento en que Juan, un hombre de una belleza viril y salvaje —otra de sus marcas: la construcción de personajes masculinos hermosos y heridos—, entra al sitio donde Mercedes, su suegra, tiene a varios niños enjaulados, víctimas sacrificiales de la Orden: “el primer chico estaba en una jaula oxidada y sucia que posiblemente había cargado animales. La pierna izquierda la tenía atada a la espalda en una posición que había obligado a quebrarle la cadera. Como era muy chico (¿un año?, difícil saberlo por la mugre), seguramente la quebradura había resultado sencilla. Tenía el cuello ya torcido también, por la ubicación del pie, y, cuando Juan le acercó la linterna para verlo mejor, reaccionó como un animal, con la boca abierta y un gruñido; le habían cortado la lengua en dos y ahora era bífida. A su alrededor, adentro de la jaula, estaban los restos de su comida: esqueletos de gatos y algunos pequeños huesos humanos”. 

Conoce las reglas del género al punto que puede subvertirlas o romperlas o mezclarlas con otras. Ese dominio proviene de un conocimiento profundo de la literatura fantástica y de terror —en su Olimpo hay autores como Sylvia Plath pero también Stephen King, Shirley Jackson, Peter Straub, Clive Barker—, y de otros artefactos como el cine, la fotografía, el arte plástico, que inspiran momentos espeluznantes, como aquellos en los cuales los personajes pasan a “el otro lado”, un sitio donde todo es sereno y amenazante, un pantano adormecido pero que puede despertar. 

—Lo que pasa cuando abren la puerta y van a ese otro mundo es como un vientre de la ballena. La idea de que esté tan reposado y sea tan amenazante viene de eso, del vientre de la ballena que no sabés cuándo se va a mover. Me ayudó a construirlo el arte plástico: los paisajes están muy copiados de un ilustrador alemán, Alfred Kubin. Lo vi y dije “Esta es la estética que yo necesito”.

Los cuadros de Kubin, un pintor austríaco fallecido en 1959, reflejan mundos quietos, paralizados por el efecto de una luz fatigada y angustiosa. 

—La idea de la Oscuridad como monstruo viene de una película clase B total, Hellraiser II. Hay una parte en la que van a infierno y ven a Satanás. Y Satanás es una luz negra. No es un tipo con cuernos y patas peludas. Es una luz negra que se mueve, y cuando lo vi por primera vez me dio muchísimo miedo. Pero en realidad todo eso es un preámbulo, porque lo que más me sirvió es la experiencia del mal viaje de drogas. Las drogas me gustaban mucho y me hacían muy mal psicológicamente. Notaba mucho la distorsión de la realidad, algo muy cercano a lo que vulgarmente puede llamarse la locura. Cada vez que me drogaba sentía que iba a quedar en ese estado de fragilidad psicológica y que no iba a poder volver. Entonces la narrativa que le pongo a esos pasajes es la narrativa del mal viaje, una narrativa de demencia. Lo que hace que sea plausible es eso: sigue siendo una trama fantástica, pero proviene de una corporalidad y una sensación psicológica reales. 

En una entrevista que se publicó en Tinta libre en enero de este año, respondió así a la pregunta de por qué le interesa tanto el miedo: “Creo que es una de las emociones más comunes, incluso hoy patologizada y politizada, desde el pánico hasta el terrorismo. Pero también me interesa desde el punto de vista del género: es un entretenimiento sufrido, una manera de poder vivir vicariamente esas sensaciones terribles sin vivirlas en la realidad”. Cuida con celo de guardiana todo manantial del que pueda provenir esa imaginería. Tiene muchas pesadillas —“Hay una, que sueño mucho, en la que estoy encerrada en una casa con alguien que no veo, pero que está y que me está buscando”— pero nunca las comentó con su analista. La razón para no hacerlo es simple: “No quiero que me las quite”. Porque esas pesadillas son, también, su patrimonio. 

 

Leila Guerriero es una de las más connotadas periodistas del actual panorama hispanoamericano. Sus artículos aparecen en distintos medios de España y América como El País, Gatopardo, El Mercurio, La Nación y Rolling Stone, y han sido ampliamente reconocidos por la crítica y el público. Algunos de sus libros son Los suicidas del fin del mundo (Tusquets, 2005), Una historia sencilla (Anagrama, 2013), Plano americano (UDP, 2013) y, recientemente, Opus Gelber. Retrato de un pianista (UDP, 2019).