Columna publicada el domingo 28 de noviembre de 2021 por El Mercurio.

El domingo recién pasado, Gabriel Boric obtuvo un 25,8% de los votos y pasó a segunda vuelta. El hito es de importancia, pues el Frente Amplio (FA) logró arrebatarles la hegemonía de la izquierda a los herederos de la Concertación. La generación nacida al alero del movimiento estudiantil, que había sido implacable con la transición, logró su gran objetivo histórico.

Con todo, esa noche los rostros no reflejaban alegría. Había, más bien, perplejidad y preocupación. El guion previsto para el domingo tenía otro final: era una etapa adicional en la nueva narrativa, en el nuevo Chile que había despertado el 18 de octubre. El domingo estaba destinado a convertirse en el momento estelar de una refundación que permitiera dejar atrás una historia de despojos, injusticias y explotación. Sin embargo, algo no prendió.

Gabriel Boric superó apenas los votos de la primaria de julio y, de hecho, sumó solo cinco puntos respecto del resultado de Beatriz Sánchez el 2017. Aunque en términos estrictos el resultado no es malo, la candidatura de Boric solo puede evaluarse en los mismos términos en que se formuló. Boric no busca ser presidente para ser un administrador más de un sistema agónico. En la voluntad original de su generación hay una voluntad mucho más profunda y radical. Toda la retórica de la nueva izquierda se ha articulado en torno a una idea madre: hay enormes injusticias que exigen transformaciones profundas, tan profundas que no pueden estar sometidas a ninguna transacción. La tragedia del FA reside precisamente acá: hoy sabemos que esa agenda, con todo el viento a favor, con el estallido social, con la energía y juventud de unos dirigentes que quieren cambiar el mundo, con una candidata obsecuente de la ex Nueva Mayoría, alcanza un 25%. Nada más, ni nada menos. No es poco, pero no tiene proporción alguna con las aspiraciones que ellos mismos habían fijado. Ninguna de las transformaciones tan anheladas podrá ver la luz.

Si se quiere, ese voluntarismo tiene al FA en un laberinto sin salida a la vista. Esa izquierda leyó el 18-O como un momento unívoco, que solo podía moverse en una dirección. Vio exclusivamente aquello que le convenía, sin interesarse por los aspectos que no eran funcionales a su agenda. No advirtió tampoco las dimensiones patológicas del octubrismo, ni calculó que la ola —más tarde o más temprano— habría de venir de vuelta. No son tan lejanos los días en que se rendía homenaje público a la violencia por haber iniciado un camino esplendoroso, ni cuando se mostraba oligárquico desprecio por las “cositas materiales”. La izquierda quiso acumular fuerzas sin reflexionar sobre la pertinencia de los medios: solo cabía avanzar y buscar la revancha. De allí la perplejidad e improvisación del domingo, a pesar de que el escenario había sido anunciado por las encuestas: nunca imaginaron que Kast pudiera sacarles ventaja. El progresista nunca entiende los fenómenos que no encajan en su fe.

Pero hay más. En efecto, el auge del candidato republicano es una consecuencia directa del octubrismo que el FA alimentó con tanto esfuerzo. Kast encarna algo elemental, que la izquierda perdió enteramente de vista: el orden. Sin orden no hay justicia ni progreso posibles, y la oposición nunca intentó siquiera resolver esa ecuación. Kast emerge allí donde la voluntad de cambio no se articula con la necesidad de orden; o, para decirlo de otro modo, allí donde el cambio termina siendo pura incertidumbre. Esto fue particularmente cierto en las regiones que dirigentes urbanos y enfermos de centralismo apenas conocen. Podrán acusar a Kast de ser un peligroso fascista, pero no podrán borrar una evidencia: ellos están en el origen de su sorpresivo crecimiento —que, dicho sea de paso, no vieron venir—. Su propia falta de equilibrio nutrió el péndulo que hoy miran con horror: una prueba más del espíritu adolescente.

Esto puede apreciarse con claridad en la estrategia que ha seguido Boric en los últimos días, tratando de hacer suya la agenda de seguridad. La apuesta es arriesgada porque expone toda su credibilidad. Después de todo, es demasiado grande la disociación entre palabras y trayectoria (sobre todo, si el mismo día vota contra el estado de sitio en La Araucanía). Pero lo más delicado va por otro lado: si Boric gana recurriendo a ese eje, será un triunfo de Kast. Muchos años de esfuerzos y de transpiración, de lucha épica y rebelde, habrán servido para terminar hablando como la derecha. Una montaña pariendo un ratón.

Más allá del resultado electoral, la izquierda no superará este momento mientras no reflexione seriamente sobre el 18-O, y el modo en que avaló la violencia y destrucción del espacio público porque favorecía su propia causa. Desde luego, nada de esto niega que la candidatura de Kast tenga sus propios problemas, algunos de ellos muy graves —el diputado Kaiser ya nos ha ofrecido algunas primeras muestras—. No obstante, y este es el punto central, el triunfo de Kast es una consecuencia directa de los excesos de la izquierda. Si esto es plausible, comprender a Kast exige haber comprendido antes esos excesos. De lo contrario, el mundo de Boric se contentará con la vociferación indignada, tanto más ruidosa y moralizante cuanto menos comprenda. Cuando despierte, podrá mirarse en el espejo.