Columna publicada el viernes 5 de noviembre de 2021 por El Líbero.

Una de las promesas centrales en la campaña presidencial de José Antonio Kast consiste en la restauración del orden público y la seguridad ciudadana. La pulsión por una restauración del orden era previsible, sobre todo si los caminos de salida de la crisis política y social –incluido el trabajo de la Convención­– no otorgan respuestas rápidas y categóricas. Contra aquello, el programa del candidato republicano promueve “ser un gobierno de acción, no de observación”. La invitación, entonces sería a “atreverse a vivir en paz”. Es cierto que el compromiso de reestablecer el orden público gana tracción, y que gran parte de las candidaturas de oposición no han logrado captar la complejidad del fenómeno, validando expresa o tácitamente la violencia. La izquierda, en este sentido, dejó un forado frente al cual no tiene nada por decir.

Sin embargo, debemos advertir que la promesa de orden es tan urgente como delicada, pues supone abordar múltiples factores para ser eficaz. Por eso, a pesar de ser uno de los platos fuertes del programa republicano, las propuestas tal como están planteadas resultan insuficientes. No se trata de defender un afán permisivo, más bien lo contrario: emplear la fuerza del Estado para controlar el orden público requiere de un diagnóstico mucho más fino y herramientas precisas para producir resultados.

En efecto, la eficacia supone más que un respaldo incondicional a las policías; más que no tener miedo a los militares; más que las autoridades se realicen tests de drogas; más que equipos de buenos abogados; y ciertamente más que aumentar las sanciones a diversos delitos o poner a los presos a trabajar. Es cierto que la desprotección de los efectivos policiales los ha transformado en carne de cañón, resolviendo en la calle problemas de naturaleza política. Pero advertir ese déficit no basta para solucionar las dificultades en esta materia, ni menos autoriza a olvidar la complejidad del asunto. De hecho, dado el mensaje general del Partido Republicano, JAK debería ser el primero en recordar que el Estado, al contar con una herramienta indispensable pero potencialmente muy dañina como lo es el monopolio de la fuerza, debe tener límites claros.

En ese sentido, no se entiende que propongan un estado de excepción constitucional de emergencia hiperreforzado (p. 28). No parece razonable ni proporcional al fin perseguido la facultad de “interceptar, abrir o registrar documentos y toda clase de comunicaciones, y arrestar a las personas en sus propias moradas o en lugares que no sean cárceles ni estén destinados a la detención”. Entregar tal poder, incluso por el plazo de cinco días, es un exceso. Y no es necesario ser experto en derechos humanos para mirar con distancia este tipo de medidas, ni para sospechar de “todas las herramientas necesarias para el restablecimiento del orden público”, que se ofrecen al electorado sin mayor precisión. Desentenderse de la posibilidad siempre latente del abuso es una irresponsabilidad, si no es consciente; y si lo fuera, revelaría un germen de autoritarismo incompatible con el mismo estado de derecho que se dice promover.

Porque reprimir para restablecer el orden público es distinto a ser el sheriff, a ponerse los pantalones en una actitud irreflexiva que no pone atención a las condiciones de posibilidad de ese mismo restablecimiento. La gravedad del asunto no es menor. Por el contrario, implica poner en manos de los políticos —los mismos a quienes JAK critica por su extravío—, las herramientas más delicadas con las que cuenta el orden democrático. Por lo mismo, exigen el máximo cuidado. Por la conciencia de su fuerza desmedida, de los abusos que puede cometer; acá no se necesitan pantalones, sino más bien un trabajo de joyería. Curiosa paradoja: el mismo Estado del que tanto desconfía en otras materias se volvería, por obra de magia, virtuoso.

Si lo que se persigue es una intervención policial eficaz, urge tomarse más en serio el trabajo de capacitación de Carabineros para labores de orden público. Solo así podrán utilizar las tecnologías prometidas ajustándose a las leyes y tratados internacionales vigentes. Asimismo, resulta fundamental la construcción de consensos políticos para recuperar la legitimidad del uso de la fuerza; y para implementar mecanismos de rendición de cuentas y transparencia institucional en las policías; entre muchas otras variables. La fuerza no se legitima solo por la ley o por una determinada actitud, sobre todo cuando el mecanismo legal y los fines del uso de la fuerza están desprestigiados, como mostramos en otro texto. Por lo mismo, a la hora de hablar de la fuerza del Estado, el candidato Kast parece estar jugando con fuego, mediante una promesa que, por ahora, su propio programa difícilmente le permitirá cumplir.