Columna publicada el martes 16 de noviembre de 2021 por The Clinic.

La sorpresiva irrupción de Kast en las encuestas naturalmente ha llevado a que la atención se concentre en él, cuyas posibilidades apenas un mes atrás parecían tan remotas. Pero puestas las cosas en una perspectiva temporal más amplia, son las posibilidades presidenciales de Gabriel Boric las que merecen nuestra atención prioritaria. Después de todo, se cumplen apenas diez años desde que en torno a las protestas estudiantiles del año 2011 nacieran a la vida política los liderazgos, movimientos y partidos que hoy podrían llegar a gobernarnos. Formalmente el Partido Republicano puede ser más joven aún, pero mientras su propuesta puede ser leída como una vuelta a la UDI de los noventa, en el Frente Amplio hay –al margen de su alianza con el PC– algo genuinamente nuevo.

Que tras diez años dicha novedad tenga posibilidades presidenciales dice mucho de la energía desplegada, de la posesión de un diagnóstico compartido, del trabajo de bases. En síntesis: hubo ahí una efectiva renovación, y en un país ansioso por cambio eso tuvo ya réditos electorales importantes en la elección de convencionales. La pregunta de fondo, con todo, es si acaso ese tipo de renovación está a la altura de los desafíos que Chile enfrenta. Esa pregunta desde luego la responderán de modo distinto quienes se encuentran en la izquierda y en la derecha, pero algunas consideraciones pueden pesar para ciudadanos de uno u otro sector.

En términos de simple consistencia política, tal vez la más llamativa de sus faltas sea la de estar minando la autoridad que ellos mismo aspiran a ejercer. La acusación constitucional contra el Presidente de la República es un buen ejemplo de ese riesgo: abierta esa puerta, el próximo en pasar por ese proceso bien puede ser el mismo Boric o alguno de sus ministros. Las ilustraciones en otros campos, en todo caso, sobran: para gobernar se requiere instituciones con respaldo, conciencia de que se ejercerá el monopolio de la violencia legítima, y así sucesivamente. Pero la idea misma de autoridad es, para ser francos, poco afín al proyecto cultural de la nueva izquierda. Si hasta aquí creían con eso estar minando las posibilidades futuras de terceros, hoy se trata de un fenómeno que bien los puede golpear a ellos mismos.

Algo similar ha de decirse de su relación con los requisitos técnicos del buen gobierno. Nadie puede negar que en nuestro pasado reciente la técnica ha por momentos pretendido una supremacía absoluta, reemplazando las consideraciones propiamente políticas. Pero el movimiento pendular hacia una política ciega a toda evidencia técnica –como se ha visto en la política de retiros, pero también en partes de su programa económico (como la ilustrativa condonación del CAE)–, es no menos riesgoso. El discurso de las grandes transformaciones, que trata las cuestiones técnicas como minucias, revela en este sentido un mal disfrazado voluntarismo: cuánto mayores sean las pretendidas transformaciones, tanto más necesario será el rigor técnico.

Los problemas se replican en otras áreas. Pensemos en la política identitaria, que si bien se nutre de varias fuentes, entró a la política chilena con ellos. La política se vuelve ahí pura manifestación de estados subjetivos, y así en lugar de genuinos proyectos colectivos emerge la representación de identidades particulares. Eso nos pone en problemas a todos –los cupos reservados no se llevan bien con el principio democrático–, pero puede también poner en aprietos particulares a la izquierda. La cuestión está bien ilustrada en la acusación de acoso que sufrió Boric y que fuera reflotada en días recientes. La acusación tiene todo el aspecto de carecer de méritos, pero cuando una tendencia cultural ha relativizado la primacía del debido proceso, cuando se ha enarbolado la idea de que a la víctima siempre se le cree, no es tan fácil rechazar tales acusaciones del modo que corresponde. Por otra parte, nadie sabe para quién trabaja: la política identitaria parece un acto transgresor, pero basta considerar el episodio “Chokita” para formarse una idea de cómo el capitalismo woke sabrá convivir con (y domesticar en su provecho) esta tendencia.

Para terminar, bien cabe notar que ese tipo de manifestaciones culturales no son una trivial moda, sino que surgen de una antropología profundamente arraigada. En efecto, aunque en el discurso de la última década ha habido una reivindicación de la comunidad perdida, a la vez se ha entronizado el yo como fuente última de autoridad. En eso el Frente Amplio no constituye nada singular: es la expresión local de la manera en que ya por décadas la izquierda global se ha dedicado a cultivar formas de individualismo. Es ahí, después de todo, que se encuentra el sustento teórico tras los retiros. Tal vez la mejor muestra del abismo antropológico que subyace a esta visión haya sido cuando Revolución Democrática compartió un 14 de febrero las elocuentes palabras de Ayn Rand: para aprender a decir “yo te amo”, se debe aprender a decir “yo”. Algunos –como la misma Rand– proponen el mercado como vía primordial para la liberación de ese yo; otros proponen al Estado. La pregunta clave, desde luego, es si acaso ese individualismo estatista de nuestra joven izquierda puede proveer algo así como una recomposición del entramado social.