Columna publicada el viernes 29 de octubre de 2021 por CIPER.

Los rituales son de importancia fundamental para la vida en sociedad. Crean y reviven los símbolos que certifican la pertenencia a un grupo, refuerzan sus valores comunes y son signo visible de aquellos lazos no siempre evidentes para la comunidad. También tienen una estructura fija: una fecha, un texto sagrado, sus ídolos, un lugar delimitado. A más de dos años del 18 de octubre asociado a enfrentamientos de inédita violencia y masividad en distintos puntos del país —y de la impotencia del sistema político chileno para procesarlos—, las protestas que persisten cada viernes en la ex Plaza Baquedano de Santiago son hoy un ritual extraño. Iniciado el proceso constituyente que logró apaciguar en parte la crisis, parecen ya una dinámica vacía; concierto de marchantes sin masividad, petitorio ni banderas concretas. Un remedo triste, una cáscara seca de las marchas de octubre de 2019.

En su afán por revivir ese octubre, los viernes fueron lentamente vaciándose de sustancia. Esa falta de contenido revela mucho. Oculto bajo mil pancartas, el problema remite en gran parte a una crisis de nihilismo, una desafección permanente respecto de los marcos normativos, los medios y los fines socialmente compartidos.

El nihilismo excede la idea de anomia. No es solo ausencia de normas, sino, más bien, aquello que Pedro Morandé ha caracterizado cuando «falta no sólo la respuesta a la pregunta por el porqué, sino la misma pregunta» por el sentido. Frente a una realidad «carente de finalidad —prosigue el sociólogo— no existe ningún orden de convivencia que pueda ser considerado como legítimo y que suscite expectativas plausibles sobre una sociedad justa» [1]. En estas protestas-rituales pareciera denunciarse —de manera tan inconsciente como radical— un mundo vacío. La reciente funa a la Tía Pikachu quizás sea la mejor ilustración de aquello. Hoy la protesta termina expulsando incluso a quienes en algún momento se erigieron como sus emblemas. ¿Dónde se origina tal nihilismo? ¿Basta la sensación de abuso para explicarlo?

La desafección por el orden vigente, que toca los ámbitos más variados, también se traduce en la desaparición de algunos de los límites que estructuran nuestra convivencia social. Para ser más preciso: cuando esos límites carecen de un sustento profundo, asimilado y compartido por todos, se dificultan hasta volverse casi imposibles, incluso fatuos. La imagen de una joven escolar parada sobre un torniquete de metro, incentivando a sus compañeros a saltarlos junto con ella, sintetiza de algún modo esta idea: luego de octubre, no hay un adentro ni un afuera. Ni lo público ni lo privado se salvan; todas esas barreras invisibles caen en su conjunto para una porción no despreciable de la ciudadanía que mantiene sus protestas a pesar del camino institucional en curso.

Hay causas profundas en esto. El individualismo que permea nuestras relaciones sociales se vuelve un obstáculo para obedecer cualquier regla que no se haya dado uno mismo. Y la paradoja es manifiesta: una gran fiesta colectiva era, al mismo tiempo, un poderoso culto del yo. En ausencia de sentido de fondo y de límites compartidos, tenemos pocas herramientas para detener y resignificar nuestro largo proceso de fragmentación social. De paso, este proceso nos hermana con otros países que transitan simultáneamente por problemas de naturaleza similar: Francia, Estados Unidos, Colombia o Líbano, por mencionar sólo algunos.

Esta desafección social también pone presión sobre la política. Por una parte, la ciudadanía desconfía de sus representantes (ya hemos visto cómo la propia Convención Constitucional sufre los efectos de este recelo, en parte por sus propios errores); por otra, los representantes buscan desesperadamente restaurar su vínculo con la comunidad, al costo que sea. Los sucesivos retiros de fondos previsionales son una buena muestra de los medios a los que se recurre en esta faena de «recuperación». Sin embargo, ninguna dádiva monetaria es capaz de recomponer un vínculo que, a fin de cuentas, es mucho más profundo y atañe a la propia existencia de la comunidad política y sus fines. Más todavía: el nexo principal a reparar no es entre ciudadanos y sistema político, sino entre ciudadanos.

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Vemos que la ruptura del vínculo social excede por mucho el ámbito constitucional. Por cierto que lo supone, ya en su dimensión jurídica —como instrumento para el despliegue del juego político y el funcionamiento de los poderes del Estado— ya en la simbólica, según señala el constitucionalista alemán Hans Vorländer [2]. Ambas se necesitan recíprocamente. El mero simbolismo sin los instrumentos legales adecuados impide su concreción formal; la forma jurídica sin símbolos pierde fuerza normativa. Nos encontramos entonces frente a un problema de legitimidad; es decir, la necesidad de asentar las nuevas instituciones sobre un imaginario compartido. El problema que plantea el nihilismo para la legitimidad es que todo sistema de valores común se vuelve carente de sentido. Es así que el problema toma una relevancia todavía más central en nuestro proceso de reconstrucción democrática.

El asunto lamentablemente no se resuelve aceptando sin más los mensajes que proliferaron por las calles del país tras el estallido social. «Octubre nos unió: que nada ni nadie nos separe», versaba un lienzo colgado en el puente de Pío Nono. Un mensaje que pide a gritos proteger un vínculo que nos permita dejar la soledad, pero que solo puede ser respondido desde ámbitos que no son contractuales ni jurídicos. La política tendrá que ayudar a crear las condiciones para que ello suceda, pero se trata de una tarea que se juega en el plano de la sociabilidad cotidiana, en las relaciones cara a cara, la familia, los amigos, el barrio. Los medios para hacerlo todavía no están a nuestro completo alcance. Es una tarea en la que la política es central, pero no podemos negar que todos los dominios tienen alguna labor en el cuidado de esa precaria esperanza que surgió en la sociedad.

Como muestra el estudio Tenemos que hablar de Chile, «en alguna medida las personas están siendo capaces de abstraerse de este presente doloroso, mirando hacia un futuro altamente novedoso y prometedor». Si la expectativa es que la institucionalidad repare por sí sola el vínculo dañado, el ritual de los viernes seguirá eternamente, pues jamás se encontrará en dicho espacio la respuesta a una sed tan profunda. El proceso constituyente abre una pequeña ventana por la que entra luz, pero requiere de grados elevados de responsabilidad para pasar de lo meramente testimonial a lo constitucional y terapéutico. De lo contrario, la fractura solo se agudizará más, volviendo cada vez más lejana la solución. Es en esta grieta de legitimidad social donde se incubó el problema existencial que habitamos hoy, y es ahí donde se juega el destino de nuestra convivencia.

Esa grieta solo puede ser reparada si retomamos la búsqueda de respuestas a las preguntas centrales de la cultura: por qué, para qué, entre otras. Nos encontramos, sin embargo, en un momento extraño para hacerlo. Por un lado, un anhelo de colectivo, de cosas comunes; por otro, el culto del yo, la soberanía individual. Las respuestas a esas preguntas son necesariamente colectivas, pero hay muchos elementos del discurso dominante que hacen simplemente imposible formularlas. No hay espacio para una pregunta cultural de ese nivel, que supone un «nosotros» previamente constituido o siquiera aceptado como tal. Si omitimos estas preguntas nos exponemos a un riesgo no menor de fracaso. Aquello que no es procesado de manera adecuada, tarde o temprano vuelve a aparecer (lo que el psicoanálisis denomina «el retorno de lo reprimido»).

La Convención tiene en esto un rol protagónico. Pero deberá entender que no todo pasa por ella; más bien, habrá de crear y asentar las bases para un proceso terapéutico, que establezca un piso sobre el cual resignificar aquello que nos une. El mito romántico de la nación, de un pasado común, no resulta suficiente hoy. Construir legitimidad es uno de los desafíos más complejos que pueden enfrentarse. A pesar de tal dificultad, esta dimensión parece brillar por su ausencia. Al menos, no parece haber en algunos convencionistas conciencia de la delicada labor que se les ha encomendado, la que requiere de una fineza infinita para transitar con acierto hacia tal objetivo. A veces, el error ha estado en apostar por definiciones maximalistas, como en el debate sobre negacionismo. Otras, en excluir sin mayor explicación temas relevantes para parte de los convencionales y la ciudadanía, como sucedió con la libertad de enseñanza.

Esta tarea tiene incluso una dimensión misteriosa, pues hunde sus raíces en una confianza que no responde a fórmulas ni a planes. De cierta forma, implica representar lo irrepresentable, pero no hay objetivo más importante: ahí se juega la propia supervivencia de la nueva Constitución y el primer paso en un camino que permita hacer frente al nihilismo y a la desaparición de los límites que marcaron —desde el primer día— el llamado «despertar» de Chile. Frente a tal crisis existencial de la comunidad, la consigna parece ser nada menos que legitimidad o muerte.

 

REFERENCIAS:

[1]MORANDÉ, Pedro: «Anomia juvenil en Chile» (Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile, 27 de julio de 2020).

 

[2] VORLÄNDER, Hans (2017). «Constitutions as Symbolic Orders. The Cultural Analysis of Constitutionalism», en Sociological Constitutionalism, ed. Chris Thornhill y Paul Blokker (Cambridge University Press).