Columna publicada el domingo 3 de octubre de 2021 por El Mercurio.

La ley de aborto se aprobó en Francia en 1974. La encargada de llevarla adelante fue Simone Veil, entonces ministra de salud. No se trataba de una persona cualquiera: de origen judío, había sido deportada a Auschwitz a sus 16 años. Ella sobrevivió, pero allí murieron su padre, su madre y su hermano. De algún modo, Veil cargaba sobre sus hombros todas y cada una de las tragedias de la guerra civil europea. Esa experiencia juega, sin duda, un papel en su modo de defender el proyecto. En efecto, sus palabras son siempre cuidadosas. Su propia posición no la llevó a ignorar el abismo que se abre frente a una decisión de esa naturaleza. Así, se presentó al Parlamento francés “con un profundo sentimiento de humildad frente a la dificultad de problema”, y aseveró que “el aborto debe ser la excepción, el último recurso ante una situación sin salida”. Para Veil, el aborto es siempre una derrota. Por lo mismo, no recurrió nunca al lenguaje de los derechos, hasta el punto de afirmar que el levantamiento de la prohibición de abortar no supone la creación de un nuevo derecho. Nadie, concluía, puede sentir una satisfacción profunda al defender tal proyecto. A su manera, Veil se hacía eco de la paradoja de Pasolini, quien decía ser contrario al aborto, pero partidario de su despenalización.

Resulta imposible no recordar la actitud de Veil en el contexto de nuestra propia discusión sobre el aborto. No comparto la posición de Veil sobre el tema —me he referido al asunto en otras oportunidades—, pero su razonamiento conserva algo que parecen haber perdido los defensores contemporáneos del aborto: una aguda conciencia de la ambigüedad de los fenómenos humanos. Basta atender un instante a los argumentos ofrecidos por los defensores del proyecto, que multiplican al infinito la referencia a los derechos individuales y a la soberanía sobre el cuerpo. De hacerse cargo de la tragedia implícita, ni hablar. De hecho, al interior de esa lógica no hay ningún motivo para limitar la interrupción del embarazo a las 14 semanas: debería ser lícito hasta el final.

En virtud de lo anterior, en Chile se celebra aquello que Veil lamenta con pesar. Esto explica el curioso carácter festivo de la votación: se trataría de un paso triunfal en nuestro camino hacia la emancipación. Surge, entonces, una pregunta ineludible para comprender nuestra cultura: ¿qué ha pasado entre Veil y nosotros? ¿Por qué la discusión sobre el aborto ha dejado de ser una discusión para convertirse en una afirmación festiva e incuestionable de la soberanía individual? Esto, desde luego, no tiene que ver solo con el aborto, pues esta cuestión devela rasgos más generales de nuestra discusión.

Uno de esos rasgos es la dinámica de guerras culturales que se ha ido apoderando de nosotros. Puede pensarse que, de ser pronunciadas hoy, las palabras de Veil serían consideradas como una ignominiosa concesión al adversario. En una guerra nada debe ser concedido, nunca. Sobra decir que un clima así no nos permite comprender bien ni el problema ni la naturaleza de nuestros desacuerdos. El punto de vista opuesto ya no ha de ser respetado ni escuchado, sino simplemente aniquilado por el peso de la historia. De allí el carácter cada vez más histérico de nuestro debate público, influido en parte por el auge de redes sociales. No parece que nadie quiera discutir, que nadie quiera escuchar, que nadie quiera deliberar.

En este contexto, no debe extrañar la instalación de un modo casi único de participar en el espacio público: la performance. Esta no busca comprender, ni tampoco persuadir, sino que imponerse como un hecho bruto que paraliza la disidencia. El argumento político ha sido reemplazado por una dudosa estética moral. Solo vale el carácter performativo de quien declame y el lirismo al que apele. La misma Cámara se ha convertido en una suerte de circo farandulero a la hora de discutir los temas más sensibles: plagada de consignas vacías, agitación de brazos y pancartas coloridas. En Simone Veil, por el contrario, no hay performance alguna, sino un esfuerzo por hacerse entender sin perder de vista la gravedad de los dilemas que enfrenta.

Me parece que el principal desafío de la nueva izquierda pasa por acá (aunque, desde luego, la derecha no es ajena al asunto). Luego de años participando en el espacio público a través de múltiples performances, tendrá que pasar a la adultez. Es imposible gobernar un país o escribir una Constitución en el registro adolescente. ¿Qué son, por mencionar un ejemplo, las recientes críticas de Gabriel Boric a la Parada Militar sino una performance? De ganar las elecciones, ¿qué hará en un año más con ese rito? ¿Cómo pasar de la indignación moral a la historia de la república? Las preguntas de este tipo podrían multiplicarse: en pensiones, en inmigración, en orden público, la nueva izquierda ha formulado siempre una crítica externa a la política, como si el problema fuera siempre moral, como si la causa de nuestras dificultades fuera que unos pocos malvados impiden la irrupción definitiva de la justicia. Sin embargo, el mundo es algo más complejo, y aprehenderlo requiere algo más de humildad. Nuestras mejores razones, nuestros mejores argumentos y nuestras mejores intenciones no están exentos de limitaciones y puntos ciegos. Supongo que esa es la gran lección que nos dejara Simone Veil, incluso para quienes disentimos de ella.