Columna publicada el jueves 14 de octubre de 2021 por CNN Chile.

El lunes se cumple el segundo aniversario del 18 de octubre y la gran mayoría de los problemas que nos condujeron a ese fatídico día de violencia siguen ahí, esperando a ser solucionados. Mientras tanto, buena parte de nuestra clase política, incapaz de salir de sí misma y de abandonar sus pobres disputas, no deja de errar en el blanco con una frecuencia pasmosa, sumando más rabia y frustración a la ya acumulada.

Muchos parlamentarios, presos de la ilusión de los retiros, creen estar convencidos de haber encontrado la fórmula mágica para volver a conectar con la ciudadanía y al mismo tiempo ser reelectos sin costo alguno. Grito y plata (ajena), parecen decir. Aunque es solo un espejismo: todos sabemos, incluidos los candidatos presidenciales que se han dado vuelta la chaqueta y los orgullosos “nietitos” Gabriel Silber y Matías Walker, que la dinámica de los retiros es pan para hoy y hambre para mañana. Pero como siempre, no serán ellos quienes sufran las consecuencias económicas de conducir al país hacia un acantilado.

A pesar de los avances de las últimas semanas, la Convención Constitucional —la única instancia que encontró la política para intentar procesar el malestar social— no parece estar haciéndolo mucho mejor. A las desafortunadas declaraciones que su presidenta Elisa Loncón nos tiene acostumbrados semana a semana —la que dio con motivo de la agresión a Giovanna Grandón es de antología—, se suman también los intentos de muchos convencionales ligados a la izquierda radical por transformar la discusión constitucional en un espacio de revancha cultural, en construir algo así como una refundación de signo contrario a la impuesta por Pinochet. Al mismo tiempo, buena parte de los convencionales de la derecha insisten en la participación testimonial, actuando como si todavía tuvieran algún poder de veto y negándose a instalar algo más que las llamadas —y en ocasiones deslavadas— “ideas de la libertad”.

Sin embargo, mientras todo esto ocurre, octubre sigue ahí, agazapado, alimentándose del constante bloqueo, la mediocridad, el terraplanismo financiero y los espíritus revanchistas. De seguir en estas dinámicas, nuestra clase política no hará más que alargar su propia agonía, esa que comenzó mucho antes del estallido social, pero que se hizo visible en toda su magnitud hace casi dos años y que solo ha sabido agravarse a punta de retiros, plebiscitos dirimentes, negacionismos por omisión y otras hierbas similares. Si el 18 de octubre fue un día de quemas de metro y de saqueos; si el 25 de octubre fue el día de la marcha más grande de Chile (¿cuál celebramos? ¿El 18 o el 25?); si el 15 de noviembre fue el destello de lucidez que permitió reivindicar, aunque fuera momentáneamente, la importancia y el papel de la política en la vida común; la degradación institucional de los meses y años posteriores ha sido (hasta ahora) el reflejo trágico de todos los problemas que nos condujeron a estos hitos.

Que la violencia callejera persista, y que vuelva rampante cada vez que bajan los casos de coronavirus, es uno de los signos más preocupantes de la enorme dificultad de las autoridades para procesar las múltiples crisis en que estamos inmersos. Y revela desacuerdos muy profundos, pues, para ciertos grupos, la violencia es un medio legítimo para conseguir fines políticos. Así lo refleja, por ejemplo, la constante sacralización del 18 de octubre —de hecho, en Bellavista existe hasta un delirante museo del estallido social, con altares al perro matapacos y videos de niños en medio de las protestas—, la épica que envuelve a los llamados “presos de la revuelta” y la ambigüedad de algunos miembros de la izquierda respecto de los innumerables hechos de violencia que han ocurrido en los últimos años. En esa misma línea apunta la decisión de la Convención de comenzar a discutir el fondo de la nueva Constitución el próximo lunes 18, como si la destrucción total o parcial de 77 de las 136 estaciones del metro de Santiago en un solo día pudiera ser motivo de algún tipo de celebración.

Sin embargo, ahora la violencia parece estar tomando un giro inevitable, como un boomerang que necesariamente se termina dirigiendo en contra de todos aquellos que la veneraron (no podemos olvidar que la guillotina también cayó sobre el cuello de Robespierre). Por lo mismo, en momentos de fragilidad como este es útil recordar todas las veces en que se les advirtió, sobre todo a los personeros del Frente Amplio y del Partido Comunista, que la justificación del vandalismo de octubre podía generar dinámicas que después no serían capaces de controlar. La violencia no tiene botones de on y off para prenderla y apagarla cuando sea de propia conveniencia: es un monstruo grande y pisa fuerte, que cuando se desata libera potencia bruta, irracional e inmanejable.

Este es quizás uno de los más graves problemas que enfrentará Gabriel Boric en caso de llegar a la presidencia. Aplacar la violencia no va a ser fácil si es que gobierna una coalición que la ha azuzado cada vez que ha podido, y donde todo parece indicar que el PC —uno de los principales instigadores de los actos vandálicos de octubre— tendrá un poder inusitado. ¿Qué hará Boric con los rituales de los viernes en Plaza Italia? ¿Cómo manejará a las policías en caso de gobernar? ¿Qué hará con La Araucanía? Esas son todas preguntas sensibles y fundamentales para una izquierda que al parecer todavía no ha logrado comprender que para mantener la paz social se requiere de orden público, y que cumplir ese objetivo necesariamente implica dejar el monopolio de la violencia legítima en manos del Estado.

Se viene el 18 de octubre y no han cambiado muchas cosas desde el 2019. De hecho, todo parece seguir empeorando. Chile no despertó —o cuando despertó, octubre seguía allí—, la dignidad se consume en las cifras de la inflación —a estas alturas los 30 pesos ya son como 54— y buena parte de nuestra clase política sigue ensimismada en sus propias categorías, disputas y efectos especiales. Las crisis son así, dicen algunos; esto se arreglará en muchos años, señalan otros. Yo prefiero pensar que aún queda algo de presente y de futuro en nuestras manos. Por eso les ruego que reaccionen, antes que sea demasiado tarde.