Columna publicada el miércoles 29 de septiembre de 2021 por CNN Chile.

La dramática crisis migratoria en el norte del país es una prueba más de las dificultades de nuestra clase política para procesar adecuadamente las tensiones sociales. Y demuestra, otra vez, nuestra tendencia institucional a reaccionar demasiado tarde a los problemas. Tanto a la oposición como al oficialismo, ensimismados en sus propias categorías, les ha costado mucho comprender que la inmigración es un fenómeno multidimensional que no se reduce a la simple retórica —bienintencionada quizás, pero vacía— del “todos somos migrantes” o “nadie es ilegal”, así como tampoco al eslogan de “migración ordenada, segura y regular” levantado por el gobierno. Mientras estos discursos se han ido tomando todas las discusiones sobre el tema, volviéndose progresivamente estériles, algunos sectores de la ciudadanía —sobre todo los más pobres y los propios migrantes— siguen experimentando las consecuencias negativas del fenómeno.

El resultado de esta distancia entre política y sociedad, de estas tensiones que las autoridades son incapaces de resolver, son aquellas explosiones brutales, con manifestaciones de violencia injustificables, como las del sábado pasado en Iquique. Es como si desde hace un tiempo, la clase política fuera solo capaz de reaccionar cuando los problemas, literalmente, estallan. De octubre del 2019 hasta el sábado no hay demasiadas diferencias, aunque cierto mundo octubrista, incapaz de juzgar la brutalidad de todos los hechos de violencia, insista en teñir de épica los actos delictuales funcionales a sus agendas, mientras rasga vestiduras cuando no se ajustan a ellas.

Ni la oposición ni el oficialismo han estado a la altura en materia migratoria, por más que estos días los hayamos visto, vergonzosamente, echarse la culpa unos a otros. Así, buena parte de la izquierda aún no logra captar que la llegada masiva y abrupta de extranjeros genera problemas de convivencia profundos. Enceguecidos por los discursos cosmopolitas y de apertura de fronteras, ciertos sectores de la oposición insisten en centrar la discusión en la existencia de un supuesto derecho humano a inmigrar que, al menos a nivel teórico, es un asunto que está lejos de zanjarse. Así lo muestran, por ejemplo, las intensas disputas al respecto entre intelectuales como Joseph Carens y David Miller.

Además, aunque existiera, tal declaración de principios no sería suficiente para resolver la enorme cantidad de problemas que derivan de la inmigración, e incluso podría acrecentarlos. De hecho, convertir la inmigración —no así el derecho a emigrar— en un derecho humano es la mejor forma para seguir evadiendo las reales tensiones que el fenómeno genera, pues vuelve improcedentes los debates sobre la materia y excluye a priori de la deliberación política los legítimos reparos frente a un hecho que no es inocuo. Acá no se trata de estar a favor o en contra de la inmigración, sino de reconocer su impacto y compensar sus efectos, y eso es justamente lo que puede dificultar la consagración de este derecho.

La reacción de las izquierdas que defienden esta posición frente a las críticas hacia la entrada de extranjeros es un fiel reflejo de estas dificultades. Para muchos, la única explicación posible a las quejas respecto de la inmigración es el racismo de quienes las emiten. El modo en que terminó la marcha del sábado ayuda sin duda a confirmar esta hipótesis, pues no hay otro motor que pueda encontrarse en esos actos brutales (y en varias reacciones de apoyo). Pero cualquier reflexión honesta debería reconocer que el conflicto por la crisis migratoria es previo a la polémica manifestación y que las acusaciones de xenofobia o ignorancia no alcanzan para explicar el descontento y las dificultades del fenómeno.

Por tanto, antes de fachopobrear a quienes se quejan respecto de la inmigración, valdría la pena que las izquierdas cosmopolitas se preguntaran si es que hay algunas dimensiones del problema que no están logrando captar. Una de ellas, crucial, es que las principales tensiones de la inmigración no las experimentan mayormente las élites, sino que los sectores más vulnerables, pues son estos grupos los que más conviven con los inmigrantes en sus barrios y perciben a los extranjeros como una competencia directa por trabajo, vivienda y servicios.

Así lo muestra, por ejemplo, el catastro publicado hace unos meses por Techo-Chile y Fundación Vivienda, donde se indica que del total de familias viviendo en campamentos, un 30% está compuesta por inmigrantes. En una línea similar, un estudio del COES muestra que entre las élites y la ciudadanía hay percepciones muy distintas respecto del fenómeno migratorio. Factores como el idioma y las costumbres de los extranjeros son mucho más fundamentales para la ciudadanía que para las élites. Esto es consistente con percepciones que emergen incluso de estudios anteriores al estallido social. La Encuesta Bicentenario 2018, por ejemplo, sugiere que los grupos socioeconómicos medios y bajos perciben un mayor conflicto entre inmigrantes y chilenos y son los que, en gran medida, comprenden a los extranjeros como un obstáculo para encontrar trabajo. ¿Seguiremos diciendo que se trata de mera ignorancia, o de la vulnerabilidad a las bajas pasiones de las que serían esclavos los que menos tienen?

Llama la atención que las izquierdas rechacen a priori estas percepciones —no solo vinculadas al racismo, sino también al miedo y a la incertidumbre— y no las comprendan como una consecuencia más de la precariedad que ellos mismos buscan resolver en otras dimensiones de la vida social, como salud, educación y trabajo. Esto se vuelve aún más relevante si tenemos en cuenta que para construir un Estado de bienestar como el que pretenden, resulta indispensable poner límites a la entrada de extranjeros. Ningún país tiene capacidad para recibir una cantidad indeterminada de inmigrantes y al mismo tiempo otorgarles una calidad de vida digna; menos un Estado como el chileno, que se ha ido debilitando por la pandemia y la crisis social. En caso de ser presidente Gabriel Boric, por ejemplo, ¿cómo administrará las entradas masivas? ¿Fijará límites? ¿Qué hará frente a las reacciones de la comunidad local? ¿Les dirá simplemente que deben superar su xenofobia?

A pesar de los múltiples problemas de la izquierda respecto del tema migratorio, el oficialismo y el gobierno no lo han hecho mejor. Aunque la ley de migraciones ha sido un avance en relación con la anterior institucionalidad, el manejo político del fenómeno durante el gobierno de Sebastián Piñera ha sido muy deficiente. Las expulsiones televisadas de inmigrantes con overoles blancos, las constantes disputas con organizaciones de la sociedad civil que trabajan en inmigración —y que en muchas ocasiones se adelantan al Estado en la tarea de integrar a quienes llegan—, la ambigüedad e indecisión respecto del Pacto Migratorio de la ONU, el aumento exponencial de inmigrantes por pasos no habilitados en los últimos dos años y la dificultad para abandonar los discursos de seguridad, administrativos y fronterizos, son solo algunos de los problemas de un gobierno que, tal como muestran las declaraciones de Francisco Chahuán, no deja de culpar a otros por las dificultades que no puede resolver. Todas estas lógicas han aumentado la disputa con la oposición y, en cierto modo, se han enmarcado en un esfuerzo constante por sacar réditos políticos de la polarización de los discursos migratorios.

Como se ve, estamos frente a un problema de enorme magnitud, que la clase política ha sido incapaz de manejar. Parece inevitable, entonces, que esto se traslade a la carrera presidencial y, a mediano plazo, a la próxima administración. Por lo mismo, es importante que los candidatos comprendan que de nada servirán los eslóganes altisonantes en torno a la inmigración si es que no se traducen en políticas públicas que resuelvan las tensiones que van surgiendo a lo largo del camino. Ellas no se reducen solo a asuntos fronterizos, sino que también remiten a desafíos profundos de integración y de encuentro entre costumbres y formas de vida diferentes, y que muchas veces ocurren en contextos de precariedad e incertidumbre. Es una tarea difícil, pero también ineludible. No tenemos margen para nuevos estallidos.