Columna publicada el domingo 17 de octubre de 2021 por El Mercurio.

La propuesta de Gabriel Boric, en orden a revisar los tratados internacionales, ha generado un interesante debate. Por de pronto, el mismo candidato no ha logrado explicar adecuadamente los alcances de la medida: ¿Qué tratados y en virtud de qué criterios serán revisados? ¿Qué implica una voluntad así de genérica?

Con todo, me parece que la cuestión más relevante va por otro lado. En efecto, la idea contiene, de modo más o menos implícito, una profunda desconfianza respecto de los tratados comerciales. De hecho, el mismo mundo político rechaza visceralmente el TPP11. Se ha explicado que esos acuerdos ponen en riesgo la soberanía de nuestro país. Esta cuestión, desde luego, merece ser tomada en serio. Después de todo, es perfectamente posible que la globalización afecte nuestra capacidad democrática de dotarnos de nuestras propias reglas (la mentada “agencia política del pueblo”). Se trata, además, de una pregunta que muchos países se están formulando, y que está en el origen de fenómenos tan significativos como el Brexit. Más tarde o más temprano —globalización mediante—, estas dudas llegarán a nuestro país.

Sin embargo, en estas materias la izquierda tiene una confusión de dimensiones colosales. Para apreciarla en toda su magnitud, basta contrastar esta propuesta con las ofrecidas por el mismo Gabriel Boric en migraciones. Su programa original plantea una política de “puertas abiertas” y de regularización masiva. Así, propone eliminar todas las restricciones a la migración. Más allá del fondo del asunto, subyace nítidamente una tesis: las fronteras y la soberanía territorial son un resabio del pasado, la forma nacional debe ser superada. La tensión es evidente: en materia económica, proteccionismo y soberanía; en materia migratoria, universalismo cosmopolita.

Este tipo de dificultades serían simplemente anecdóticas si no fueran patrimonio de un grupo con vocación de gobierno. Sus implicancias, además, son múltiples. Por ejemplo: ¿Cómo explicar que todos los países que el Frente Amplio dice admirar hayan aprobado el TPP11? En otro plano, ¿estará dispuesta la izquierda a aceptar que otros invoquen la soberanía para impugnar la legitimidad de los tribunales internacionales? ¿Por qué tanta insistencia en recurrir a los tratados para defender el aborto y cuestionarlos en otro plano? ¿Debemos considerar al derecho internacional como un bien de consumo que podemos dejar o tomar según las conveniencias?

Estas interrogantes conectan, por cierto, con un problema más amplio, que puede describirse como sigue. Las dos coaliciones que han gobernado las últimas décadas están reducidas a su mínima expresión. Una de ellas abdicó de sí misma y la otra terminó hundida bajo el espléndido legado del piñerismo. En esas condiciones, el próximo turno parece corresponderle a la nueva izquierda, representada por Gabriel Boric (dicho sea de paso, no hay que ser un genio para advertir quién sigue en esa dinámica). No obstante, ese mundo no tiene nada parecido a una reflexión a la altura de las circunstancias. Hay, sin duda, intuiciones desordenadas, algunos balbuceos, lugares comunes y verborrea voluntarista, pero —hasta ahora— es difícil ver mucho más.

De hecho, las contradicciones podrían multiplicarse. La nueva izquierda promueve la multiculturalidad y la autonomía de los territorios, pero niega el principio de subsidiariedad y promete fortalecer un Estado inevitablemente centralizador. Busca atribuirle más funciones al Estado, pero ni hablar de reforma al aparato público. Quiere una autoridad pública robusta, pero titubea a la hora de condenar la violencia. Critica el colonialismo a partir de teorías importadas, que son algo así como el summum del colonialismo cultural. En pensiones, propone sistema de reparto, sin decir una palabra sobre nuestros problemas de natalidad. Defiende el reconocimiento de las identidades, pero se niega a llamar por su nombre a los candidatos adversarios. Dice respetar la democracia y luego impulsa la destitución de un Presidente electo democráticamente, con una interpretación mañosa de la norma (el plazo prescribió hace años). Quiere defender a los pobres, pero la inflación la tiene sin cuidado. Y así.

Desde luego, sería injusto atribuirle todas estas contradicciones al mismo Gabriel Boric. El hombre es inteligente, y supongo que no ignora que su base política es un océano de equívocos. Por el momento, Boric parece estar imitando a Mitterrand, quien hizo suya la célebre máxima del Cardenal de Retz: no se sale de la ambigüedad sino en perjuicio propio. En esta lógica, la insólita amenaza de Daniel Jadue —“el día que se tuerza un milímetro de su programa me van a tener a mí primero en la línea de denuncia”— sería el primer round de la pugna por venir: el PC no está dispuesto a aceptar ninguna moderación.

En rigor, la estrategia de Boric tiene un supuesto bastante audaz, por decirlo de algún modo. En el fondo, el candidato está depositando una enorme confianza en su propia habilidad para manejar estas contradicciones, un poco como Salvador Allende en 1970. Se trata, cuando menos, de una expectativa optimista para un diputado joven que nunca ha logrado controlar sus micropartidos y que no ha ejercido responsabilidades de gobierno. En el Chile actual, el auténtico desafío no es tanto ganar una elección, sino generar las condiciones para gobernar. No es seguro que Boric sea plenamente consciente de ese dato elemental.