Columna publicada el domingo 19 de septiembre de 2021 por La Tercera.

El abismo entre política y sociedad constatado durante la crisis de 2019 sigue vigente. O así lo insinúa al menos la última encuesta CEP. La primera evidencia es la elevada y persistente desconfianza en las instituciones, particularmente las políticas. En esta versión se incluye por primera vez a la Convención Constitucional que, con ya dos meses de trabajo, no parece estar revirtiendo las cifras. Porque no hay que ser autocomplacientes: aunque esté entre las mejor evaluadas de la lista, sólo goza de un 24% de confianza por parte de los entrevistados, por debajo (vaya sorpresa) de carabineros y Fuerzas Armadas. Y se trata de la instancia a la que asignamos la importante tarea de liderar la rehabilitación de las instancias de mediación democrática. Sin duda es muy pronto para sacar conclusiones, y hay indicios de una subida en la aprobación general que podría ser señal de esperanza (hemos aprendido, además, a mirar con cautela las encuestas). Pero considerando los escándalos del último tiempo –reflejados de forma paradigmática en el engaño del constituyente Rojas Vade– cuesta pensar que sea fácil hacer crecer ese apoyo.

El abismo entre política y sociedad se ve también en el 50% de los encuestados que no sabe quién le gustaría que fuera el próximo presidente, a dos meses de la elección y en uno de los momentos más politizados del último tiempo. Asumir que se trata de desinterés o indiferencia es una respuesta demasiado sencilla. Con humildad y mesura, los candidatos deberán tomar nota de esta cifra, y empezar a pensar qué se les está escapando a la hora de convocar a la ciudadanía. Si Chile despertó en 2019, por ahora los políticos no han logrado descubrir dónde lo hizo y con qué ánimo. En ese sentido, el escenario está abierto y el espacio para capitalizar el apoyo sigue disponible. Si consideramos además que ha aumentado el grupo que se identifica con el centro, las dudas respecto de quién se consolidará en la carrera presidencial sólo crecen, dejando en un lugar especialmente incómodo a una centroizquierda que no ha sabido apelar a ese sector. En parte porque se rindió al cuestionamiento general de su propio legado político.

Como se ve, el abismo no se debe simplemente a que las personas desconfían de sus instituciones, sino también a que sus representantes tienen severas dificultades para interpretarlas. Es como si entre ambos se hubiera instalado una opacidad por momentos insuperable. Lo curioso es que, al mismo tiempo, en el plebiscito de octubre pasado y en las primarias presidenciales de julio hubo una contundente participación electoral. La gente desconfía y duda, pero responde a las alternativas que le ofrecen. Tiene esperanza en los caminos emprendidos (casi un 50% espera que la Convención ayude a resolver nuestros problemas), desea que primen los acuerdos, cree en la democracia y rechaza la violencia. La fractura entre política y sociedad sigue vigente, pero la ciudadanía está entregando señales potentes para revertirla. El peligro de nuestro presente no reside entonces en una sociedad radicalizada, sumida en la frustración y la rabia, sino en la ceguera de los políticos, en su dificultad para salir de su ensimismamiento, en la tendencia a asumir demasiado rápido que han resuelto de una vez aquello que la sociedad espera, como si no se tratara de un trabajo de elucidación permanente. Acortar la brecha entre ambos mundos está hoy en manos de la política, y habrá que ver si ella está a la altura del desafío.