Columna publicada el domingo 5 de septiembre de 2021 por La Tercera.

La subsidiariedad se identifica hoy en Chile con la retirada del Estado. Y no sorprende, pues en gran medida así se ha entendido. El modo en que se tradujo institucionalmente en nuestro país –y el hecho de que, paradójicamente, la haya impuesto una dictadura– parece haber redundado en un abandono de la sociedad. Así, la marginalidad, el abuso, la precariedad, la dureza de la vida de grandes mayorías son vistas como resultado del impacto de ese principio. Más valdría deshacerse de él para que la nueva Constitución consagre un Estado garante de derechos universales; uno que no vuelva a dejar a las personas liberadas a su suerte.

Pero desechar demasiado rápido la subsidiariedad puede tener consecuencias inesperadas. La principal es renunciar a un criterio fundamental para orientar la acción el Estado, y para el cual no tenemos, por el momento, reemplazo alguno. Porque aunque hoy se piensa la subsidiariedad como un orden institucional concreto, el término remite más bien a un principio normativo. Como señala Chantal Delsol en “El Estado subsidiario”, publicado recientemente por el IES, ese principio fija la esfera de competencias de una instancia que no es el punto de partida de la vida social. “El hombre es más viejo que el Estado” cita Delsol a un antiguo adagio alemán. Por lo mismo, debe pensar su intervención sobre la realidad siempre como algo que secunda, que acompaña, que auxilia, que habilita. Si no lo hace, su tendencia inevitable es a pasar por encima; en el mejor de los casos, ignorando; en el peor, arrasando. Esto fue en parte lo que hizo el Estado administrado por el régimen de Pinochet. Allí la subsidiariedad pareció volverse más una excusa para dejar la distribución de los bienes a merced del mercado, que un criterio para fijar la manera en que el Estado debe acompañar el despliegue de la sociedad civil. Tal vez porque esa misma sociedad estaba completamente reducida. La subsidiariedad del régimen desconfiaba del estatismo socialista, pero también de las personas (organizadas en sindicatos, partidos, y así).

La paradoja es que hoy muchos de los objetivos invocados tras el estallido son inalcanzables sin una comprensión subsidiaria del Estado. Descentralizar; empoderar a los territorios y las personas comunes; contener el abuso, por poner algunos ejemplos, exige un Estado que reconoce que los protagonistas son otros. Pero sobre todo, como dice Delsol, requiere de un Estado gobernado por una “política de la prudencia” –y no de la perfección– donde lo relevante no es imponer un programa abstracto sobre la realidad, sino asegurar las condiciones con las cuales las personas pueden desplegar sus proyectos de vida. Para decirlo con Delsol: en eso consiste el compromiso con la dignidad. Pero hoy esto se busca invocando un Estado benefactor cuya estructura entra en directa tensión con todo aquello a lo que aspiramos, pues centraliza e iguala por defecto, sin consideración de particularidad alguna. Así, el Estado se vuelve ciego y se impone sobre un mundo que no necesita conocer ni interpretar. ¿Cómo podrá entonces responder a lo que la sociedad reclama, si elimina el criterio que le permite fijar sus propios límites? Quienes esperan erradicar definitivamente la subsidiariedad deberán dejar de invocar como justificación el deseo de superar la herencia dictatorial, para buscar el principio alternativo con que contendrán la inevitable tendencia del Estado a pasar por encima de todo.