Columna publicada el jueves 16 de septiembre de 2021 por El Líbero.

El logro que sintetizan las constituciones es la primacía de las normas por sobre la arbitrariedad de quien detenta el poder. Lo hacen fijando las reglas para ejercerlo, sus límites y facultades, y reconociendo ciertos derechos básicos de los ciudadanos. También cristalizan las notas esenciales del pacto social. Son, en definitiva, una construcción que contribuye al orden de sociedades complejas como la nuestra.

Es difícil pensar en un orden social sin tales reglas e instituciones. Y, sin embargo, ese parece ser el riesgo que levantan quienes buscan tumbar desde ya el proceso constituyente. Algunos incluso buscan articular desde ahora el rechazo en el plebiscito de salida, sin conocer siquiera un artículo del nuevo texto. Desear el fracaso de la Convención es una actitud mortal porque olvida la intensa pulsión de cambio que recorre nuestra sociedad; pero sobre todo por las eventuales consecuencias nocivas que podrían derivarse de su derrota. De un lado, el (improbable) fantasma de la salida autoritaria, aferrándose a la nostalgia del antiguo régimen; del otro, la anomia generalizada, el caos de un sistema político deslegitimado e impotente para gobernar. ¿Es razonable pensar que podemos volver a la Constitución vigente sin ningún problema?

Cierto es que muchos convencionales, primeros custodios del proceso, no han sabido o no han querido estar a la altura de su tarea. Sobran los ejemplos: Rojas Vade, las dudas erráticas de Elisa Loncón, la insistencia en borrar los dos tercios o el pobre debate en torno al “negacionismo”. La nueva forma de hacer política, promesa fundante del proceso constituyente, brilla por su ausencia. A la vez, el sistema político en su conjunto parece estar sumido en una dinámica autorreferente que augura un valle de lágrimas para los próximos –quizá demasiados– años.

A pesar de todo, parece ser el único camino a nuestro alcance. La Constitución vigente carga sobre sí un lastre imposible de desconocer. Ya está, en los hechos, desahuciada. Lo mismo con el posicionamiento del cambio como palabra clave en todas las elecciones recientes. Dado lo anterior, habrá que saber marcar distancias tanto con el voluntarismo que piensa que la deliberación constituyente es el máximum de la racionalidad, como de aquellos que pretenden ver solo demonios en nuestros representantes y amenazas en los deseos de transformación. Recorrer la vía ardua, el tenue camino intermedio, que es la posibilidad que abre la política.

Esto es lo que refleja el acuerdo del 15 de noviembre de 2019, logrado en horas aciagas para la República. En ese momento, frente al caos destructor, la política, lejos de claudicar, se levanta contra la violencia y reivindica su vía propia para conducir el conflicto, así como responder a las movilizaciones masivas que se desplegaron en paralelo. La solución, imperfecta, precaria e inestable como todas en los asuntos humanos, exige cuidado de todos los interesados para transitar el frágil momento institucional. Al fin y al cabo, este fue el acto republicano que consagró las reglas que, quizás, permitan asentar nuevas bases para una estabilización razonable a futuro.

Puede que la nueva Constitución no sea más que un pálido reflejo de las esperanzas depositadas en ella. Con todo, no parece haber más remedio que habitar esa fragilidad, con responsabilidad y mesura, reconociendo que cualquier escenario de los antes descritos es peor que un acuerdo mínimo entre los diversos sectores. Se acusará a quienes opten por este camino de biempensantes y entreguistas. Nada más lejos de la realidad. Siempre ha sido más cómoda la trinchera del maximalismo que la abnegación del camino intermedio. Todo lo que hay es una pequeña ventana de tiempo y voluntad para hacer posible una salida, para restaurar la política, ese frágil modo de relacionarnos que, a la vez, nos permite vivir el disenso. ¿Que fracase la Convención? Más vale que no.