Columna publicada el domingo 5 de septiembre de 2021 por El Mercurio.

El diputado socialista Marco Ilabaca, presidente de la comisión de Constitución de la Cámara, sinceró esta semana el objetivo perseguido por un sector (¿mayoritario?) de la oposición con los retiros de fondos previsionales: “estoy promoviendo en definitiva que las AFP terminen. Este proyecto es una de las vías”. Quizás sin advertirlo, el diputado retrató de cuerpo entero nuestro extraño momento político, donde nada es lo que parece. En último término, los retiros han sido solo un medio para terminar con el actual sistema. Dicho de otro modo, parte de la oposición ha manipulado las angustias de los chilenos para avanzar en sus propósitos políticos. Lo importante nunca fue suplir las necesidades —había otros caminos adecuados, y eso sólo podría haber justificado el primer retiro— sino espolonear una y otra vez al sistema desde un obsceno oportunismo electoral.

Se trata de una estrategia abiertamente nihilista, que busca destruir nuestro precario sistema de seguridad social sin proponer nada en su reemplazo. Sólo hay un afán ciego e inconducente por terminar con lo que hay (lo que agrava el caso de los parlamentarios de derecha que siguen apoyando esta medida). Más tarde o más temprano, la oposición encontrará una pesada cuenta por pagar: sus anhelos de transformación requieren algo más que pura negatividad. Cuando el Estado tenga que aportar mañana 60 mil millones de dólares, seremos bastante más pobres (por más que Ilabaca no se percate de algo que cualquier escolar puede comprender). La construcción de una nueva seguridad social será un trabajo arduo, y cada retiro nos aleja un poco más de ese horizonte. Cierta izquierda opera como si estuviéramos en una fiesta siniestra, como si el progresivo desfonde del sistema pudiera conducirnos directamente a Finlandia.

Esto conecta, desde luego, con un problema más amplio. No hay modo de reformar profundamente el país sin propuestas serias y con respaldo técnico. Por ahora, el progresismo sólo ha esbozado dos o tres balbuceos, invocando algunos lugares comunes (“Estado emprendedor”), pero carentes de contenido efectivo, para no hablar de la consistencia política. Si algo pudimos aprender de la experiencia de la Nueva Mayoría es que las transformaciones son difíciles de implementar. Como bien sabía el mismo Marx, no hay proyecto que requiera más y mejor técnica que uno de izquierda; y, sin embargo, ésta se solaza en su rechazo a cualquier argumento de ese tipo.

Con todo, el problema no se agota allí. El progresismo está pagando otro pecado grave, pues no logra deshacerse de la retórica rabiosamente individualista que ha empleado varias veces en esta discusión. En efecto, todos sus argumentos han reforzado la idea según la cual, si acaso somos dueños de nuestros fondos, entonces deberíamos poder disponer de ellos. Así, argumentaron en tribunales que era posible retirarlos íntegramente, y se negaron luego a que dos retiros pagaran impuestos. Dicho en simple, el neoliberalismo ha llegado tan lejos que ni los más progresistas han estado dispuestos a cobrar tributos. La dificultad estriba en que no hay seguridad social posible —ni Estado de bienestar— si no hemos asumido que la propiedad tiene limitaciones, algunas de ellas bastante severas. Hoy, por obra y gracia de la oposición, será más difícil que ayer explicarle a los chilenos que un régimen solidario requiere más sacrificio que consumo inmediato.

Como fuere, y esto es quizás lo más relevante para los desafíos que vienen, en esta materia toda la clase política ha contraído una deuda colosal. Me explico. Es bastante común oír a políticos de todos los colores predicar contra las AFP: en su discurso, ellas serían las responsables exclusivas de las malas pensiones. Allí está el enemigo. Supongo que tienen algo de razón, y no pretendo defender acá el actual sistema, cuyas dificultades son evidentes. No obstante, en esta historia, a la clase política no le corresponde precisamente el papel del cordero inocente. Más allá de que varios personeros públicos han transitado sin asco entre ambos mundos —la Presidenta del Senado, sin ir más lejos—, la verdad es que el diagnóstico sombrío sobre las pensiones tiene ya varios años. Es más, hay relativo consenso en cuanto a las causas, que guardan relación con la baja cotización y las lagunas previsionales.

Sin embargo, debe decirse que el sistema político nunca ha querido enfrentar el problema. Todos los actores saben que debemos cotizar más y, eventualmente, trabajar más años, o pagar más impuestos, porque no hay un modo mágico de entregar mejores pensiones, con independencia del sistema escogido. Nadie ha tenido el coraje de decirle esto a la ciudadanía, ni la capacidad política de hacer viable una reforma. Encerrada en sí misma, la clase política ha preferido el bloqueo, ha preferido los retiros, ha preferido poner en riesgo las pensiones de las actuales y futuras generaciones, ha preferido, en definitiva, la frivolidad: cualquier cosa antes que cumplir con su responsabilidad más elemental, que consiste en ofrecer un sistema de pensiones digno y financiado. Mientras no se comprenda que en esas actitudes reside el origen del malestar, seguiremos dando vueltas en círculos y, peor, no habremos mejorado un ápice nuestro régimen previsional.