Columna publicada el sábado 28 de agosto de 2021 por La Tercera.

Nuestra política y nuestra institucionalidad enfrentan intensos esfuerzos de renovación. Nos movemos hacia lo desconocido. Y para darnos ánimo declaramos que lo que fue ya no volverá. Que lo haremos mejor, porque somos mejores. Sin embargo, parte de las generaciones políticas barridas por octubre son todavía jóvenes, y están esperando el derrumbe de la ilusión, que vendrá. La obscena implosión de la “Lista del pueblo” es sólo el comienzo.

Los hoy defenestrados 30 años relucen en nuestra historia como el periodo de mayor prosperidad económica y estabilidad política. Comenzamos a hablar de pobreza multidimensional recién cuando logramos superar la otra, la del hambre. Miramos ahora ese pasado como mezquino, “en la medida de lo posible”, y oteamos igualdades y prosperidades nórdicas más allá de lo posible. Nadie dice que esté mal. Pero seremos juzgados en nuestros resultados contra esas décadas. Agarrar la guitarra es más fácil que tocarla.

Es por lo mismo que las recetas de reforma y renovación son superiores a las refundacionales y revolucionarias. Son respetuosas del pasado, menos soberbias. Y más políticas: el revolucionario tiene que actuar como portador de la fórmula secreta. “El modelo”. “El otro modelo”. El reformista, en cambio, no habla como mago: promete cambios graduales y, por lo mismo, bien hechos. No saltos al vacío.

La centroderecha, en este sentido, tiene una gran oportunidad: apropiarse críticamente de lo mejor del legado de la Concertación. Hacerse herederos de un reformismo sobrio y pragmático, atento al entorno y consciente de que el desarrollo es paradójico. Y también de la legitimidad del esfuerzo con que miles de familias empujaron adelante sus sueños durante ese tiempo: sus conquistas, sus vidas, no fueron un puro engaño, como declara cierta izquierda.

Pero para lograr ese objetivo este sector debe volver a pensar y hablar políticamente. Y ello exige enterrar lo que queda del discurso revolucionario de la dictadura, que los hizo pasar décadas atajando cualquier reforma por motivos genéricos, así como a gobernar dos periodos con logros de gestión (reconstrucción y vacunación) y horrorosos resultados políticos.

La pretensión de hablar desde “el sentido común” y encargarse de “los problemas reales de la gente” con supuesto “sentido de urgencia” se tiene que terminar. No es un discurso buena onda: es el eco de un régimen autoritario que no reconoce el disenso legítimo, sino que intenta expulsar la política declarando que son “puras peleas” (o “puras ideas”, “puro escritorio”), mientras que ellos, en conexión mística con “la calle”, saben lo que debe hacerse.

Ahora que tantos en la izquierda se despolitizan y hablan con la huasca en la mano, es momento de que la centroderecha tire la suya lejos. Cada vez es más claro que la gran lucha de nuestra era no será entre “neoliberales” y “antineoliberales”, sino entre políticos y autoritarios, entre pluralistas y canceladores, entre republicanos (reales) e identitarios facciosos. Si la centroderecha elige bien en estas disyuntivas, podrá ofrecerle a nuestra democracia un camino de reformas responsables para consolidar su clase media, en vez de simplemente otra alternativa gritona de naufragio.