Columna publicada el martes 3 de agosto de 2021 por La Tercera.

La Iglesia Católica jugó en Chile un rol de mediación política desde la conquista hasta anteayer. Todo gran conflicto social, incluyendo los internacionales, involucró su presencia. Desde el trato de los conquistadores con los indígenas, hasta el trato de las forestales con ellos, pasando por la independencia y la vicaría de la solidaridad, no hay momento definitorio para el país que no contara con ella. Hasta ahora, que llevamos menos de una década con una Iglesia políticamente muda. Y, si no muda, ineficaz. La justificada vergüenza por los escándalos de abuso sexual y corrupción institucional la han dejado casi inerte en lo que toca a la acción pública, aunque el problema parece arrastrarse desde más atrás.

¿Da esto lo mismo? El progresismo al que todo lo nuevo le parece bueno asentirá de inmediato. “Es parte de la modernidad”, dirán. Un coro de límpidas miradas clamará en tono solemne: “es la separación de Iglesia y Estado”. Sin embargo, progresistas y amigos del lugar común estarán equivocados: por un lado, la modernidad no involucra, como el racionalismo alguna vez propuso, la desaparición ni de la religión ni de lo sagrado. Esa tesis simplemente ha sido desmentida por los hechos: las necesidades espirituales de los seres humanos no han logrado ser disueltas por ningún sucedáneo “científico”. La modernidad, que es diferenciación funcional, no borra la religión, sino que la empuja hacia su propia autonomía sistémica.

Por otro lado, la pérdida de un rol mediatorial por parte de la Iglesia no consolida la “separación de Iglesia y Estado”, sino que la debilita. La decadencia de la autoridad espiritual amenaza con revertir lo sagrado hacia lo temporal. En otras palabras, con sacralizar el Estado y la política. La razón por la que la separación de Iglesia y Estado es valiosa es porque la tensión que crea es la que sostiene la división de poderes. Una Iglesia sin autoridad espiritual no está separada del Estado, sino sometida a sus designios, pues no tiene cómo defenderse. Y un poder temporal sin contrapeso espiritual rápidamente se sobregira y se funde. Nada vuelve más locos a los gobernantes y a los Estados que la pretensión de encarnar expectativas salvíficas. Nada ha cobrado, de buena fe, más vidas inocentes que las teologías políticas.

“Cada vez que esa división del poder se disolvió, las formas de decadencia fueron inevitables”, nos dice el filósofo español José Luis Villacañas en su magnífico libro “Teología política imperial y comunidad de salvación cristiana”. Y agrega: “un poder capaz de vivir en la división es algo misterioso y grande y, al margen del poder político, sólo puede emerger de algo parecido a una religión de salvación”. Y Villacañas, principal intelectual detrás de Íñigo Errejón, no es ningún tradicionalista nostálgico (ojalá lo leyera la izquierda chilena embobada con Carl Schmitt).

¿Cuánto repercute realmente la ausencia visible de la Iglesia respecto a la gran crisis en que nos encontramos? ¿Cuánto afecta su silencio en, por ejemplo, el debate constitucional? ¿Cuán importante es la distancia de toda disciplina comunitaria para configurar esas personalidades narcisistas y egocéntricas que, como el tirano, parecieran ansiar concentrar todo el espacio público en la punta de sus dedos? ¿Cuánto tiene que ver la decadencia de la comunidad de salvación cristiana con la decadencia de la comunidad nacional y la sensación generalizada de sinsentido? ¿Qué es el pueblo, si no es el pueblo de Dios? Todo esto merece ser discutido muy en serio, y no reducido a eslóganes tuiteros. Entenderá el lector sensato que no se trata de un asunto de izquierdas y derechas, sino de algo muchísimo más importante.

Ahora, en cuanto a caminos de salida, vale la pena revisar el texto “Tortura y eucaristía” de William Cavanaugh. Dicho libro se centra en la experiencia de la dictadura chilena mirada desde el punto de vista de la comunidad de salvación construida en torno al cuerpo de Cristo. Contra la tortura que privatiza el cuerpo, lo esconde y lo desgarra de la comunidad mediante la violencia, Cavanaugh opone la comunión como mecanismo de resistencia, visibilidad y reparación. El mensaje es claro: para poner de pie a la Iglesia, para volverla cuerpo visible del Cristo crucificado y oponerla a la decadente atomización materialista en que estamos sumergidos, no hay otro camino que el de la unidad eucarística de los fieles. No la silenciosa fe privatizada, no el cristianismo social que bosteza los domingos, no la politización partidista como sucedáneo de esperanza. Para restablecer la comunidad Cristiana, lo primero es alimentarla. Laicos y sacerdotes pueden sentir vergüenza de los crímenes y silencios de miembros de la Iglesia, pero no pueden sentir vergüenza de la palabra y el cuerpo de Cristo.